Acaba de sancionarse otra reforma más al Código Penal y Procesal que: a) endurece las penas por los delitos de prevaricato y consorcio, además de añadirles nuevos sujetos activos; b) declara imprescriptibles los delitos de feminicidio, violación e infanticidio y prohíbe acceder a libertad condicional a sus condenados; y c) obliga a imponer la detención preventiva a los imputados por feminicidio, violación a menores y adolescentes e infanticidios; según ha informado el Presidente de los Diputados. Ha dicho además que la flamante norma forma parte de la anunciada reforma al sistema de administración de justicia.
Se trata de una acostumbrada fórmula k’oñichi, bien recalentadita para hacerle creer al soberano que, por esos espejitos de colores, los legisladores hacen algo para combatir los gravísimos casos que durante los últimos meses han cuestionado aún más al sistema de administración de justicia; pero, que sea efectiva (produzca sus resultados esperados) es otra cosa y muy diferente. Nadie duda de que el Estado debe asumir medidas contra esos flagelos que azotan al ciudadano, incluyendo sectores vulnerables como niños o mujeres, pero el arte radica en legislar, si de eso se trata, huyendo del trillado populismo penal, simbólico, populachero o de emergencia, por el que el legislador, siempre atento a ganar algunos votitos o darse un bañito popular, legisla repitiendo fórmulas que han demostrado, más allá de toda duda razonable, que no producen sus resultados ampliamente propagandeados.
Acuérdense, por ejemplo, de las leyes contra la violencia doméstica o contra la corrupción, que fueron vendidas al soberano como la solución contra esos flagelos y, hoy, la situación en esos rubros es peor; esas leyes, pese a ser draconianas, no sirvieron para mucho. Es que las leyes solo son el primer raquetazo del partido y requieren para su implementación, ante situaciones tan complejas, de institucionalidad –hoy cada vez peor– políticas públicas (incluyendo recursos) y otras medidas a mediano y largo plazo que escapan al momento de una ley usualmente aprobada levantando la mano y listo. Como bien sentenció Erbetta: “Cuando no se sabe cómo resolver un problema, nada mejor que vender la ilusión de su solución, y para ello, siempre vienen bien las reformas penales”.
Lo peor de todo es que parte de esas novedades legislativas, además de ser inefectivas, van en contra de la propia CPE y los IIII y, el estado del arte prácticamente universal del Derecho. En ningún lugar del mundo se ha demostrado que el simple endurecimiento de las penas, así sea hasta niveles desproporcionados, sirva para efectivamente reducir el delito que castigan. De ser así, por ejemplo, los delitos violentos castigados con pena de muerte se habrían reducido siquiera. La solución al problema no pasa por más represión, aunque esta –el Derecho Penal está en parte para eso– debe ser razonablemente usada para evitar impunidad, previo el Debido Proceso substantivo y adjetivo.
El declarar imprescriptibles ese nuevo grupo de delitos involucra convertirlos de lesa humanidad. Algo muy pero muy discutible desde el estado actual del arte en el rubro, pues, más allá que son execrables, no alcanzan a esa categoría jurídica. La Corte IDH ha dejado sentado vinculantemente para el Estado boliviano y sus agentes que: la prescripción solo “…es inadmisible e inaplicable cuando se trata de muy graves violaciones a los DDHH en los términos del Derecho Internacional” y, de acuerdo con la propia CPE de 2009, (art. 112) solo son imprescriptibles: “…los delitos cometidos por servidores públicos que atenten contra el patrimonio del estado y causen grave daño económico”.
Declarar inexcarcelables esos delitos vulnera abiertamente el estado de inocencia y vacía de contenido las causales admitidas para imponer la detención preventiva que superan la gravedad de los delitos y se fundan además en la probabilidad de autoría, riesgo de obstaculización y/o fuga. Llegamos al absurdo jurídico de que, sin esos prepuestos, solo por tratarse ahora de esos delitos, el juez está obligado a detener: irrazonable, arbitrario y desproporcionado.
La prohibición de libertad condicional también encuentra serios resquicios versus la garantía de igualdad, que no parece encontrar apoyo en términos de proporcionalidad. Por ejemplo, por narcotráfico puede aplicarse el beneficio con 2/3 de la condena cumplida y otros requisitos, pero en esos casos, ahora no.
Asombra la por lo menos evidente falta de asesoramiento jurídico elemental con la que se sancionan leyes. Alguien me dice que no podría esperarse mucho de varios legisladores que cotidianamente prueban que apenas saben leer, pero supongo, deben tener algún asesoramiento jurídico, que más allá de sus buenos propósitos, no sólo sancionen leyes que tengan alguna posibilidad de ser cumplidas y producir –buenos– resultados, peor que vayan contra el bloque de constitucionalidad y convencionalidad o, algo peor, el sentido común. Es que: “El populismo es una práctica política, no un régimen como tal” (María Corina Machado)