Como si las altas tasas de violencia contra la mujer fueran insuficientes, Bolivia se ha mostrado, a la luz de los últimos acontecimientos, como un país en el que cualquiera puede ser asesinado de la noche a la mañana. Pasó hace no mucho con los dos policías y el voluntario del Gacip ajusticiados en Porongo, Santa Cruz, y después con un niño de solo seis años que fue muerto por la pareja de su padre en Llallagua, norte del departamento de Potosí. Son apenas dos casos de muchos otros que salen publicados a diario en los periódicos del país.
Se trata de una ola de hechos delictivos a los que se debe sumar el crimen de cuello blanco; es decir, el que es cometido por autoridades y personas influyentes que, por eso mismo, gozan de protección y no sufren las consecuencias de sus actos.
Los crímenes reportados en los últimos días no hacen otra cosa que poner en evidencia el alto grado de inseguridad ciudadana en el que vivimos los ciudadanos en Bolivia. Pero, para ser justos, hay que admitir que una de las razones para el crecimiento del crimen es el grado de violencia al que podemos llegar. Numerosos estudios han demostrado la persistencia de la agresión en nuestro diario vivir.
Tenemos un problema por solucionar urgentemente: además de diseñar y aprobar nuevas leyes contra la violencia —que parecieran buscar impactos mediáticos antes que dar soluciones concretas al problema—, no se han ejecutado medidas adicionales y complementarias que consigan que aquello que se plasma en la Ley se transforme en realidad práctica.
Hay muchos elementos en torno a la violencia que deben ser considerados, más allá de la mera aprobación de nuevas leyes. Uno de ellos, el hecho de que el mayor índice de agresiones se presente contra mujeres y niños, demuestra la persistencia de un espíritu autoritario en la mentalidad de los individuos en nuestra sociedad, puesto que se trata de dos sectores especialmente vulnerables ante el abuso físico y sexual.
En este sentido, tenemos una ardua tarea que consiste en desterrar la arbitrariedad, la intolerancia, el autoritarismo y, fundamentalmente, el machismo como patrón común dentro del relacionamiento entre seres humanos, entendiendo que la libertad y los derechos colectivamente aceptados por la sociedad no son simples enunciados en exhibición para pretendernos modernos, sino un conjunto de principios de vida que debemos respetar y promover de manera solidaria y comprometida.
De igual forma, antes de pensar en aprobar más leyes se deben poner en marcha mecanismos que garanticen la plena conciencia de las personas respecto de sus derechos, así como de los mecanismos e instituciones a las que se debe acudir para lograr la plena garantía de su cumplimiento.
Adicionalmente, las instituciones deben incrementar profundamente sus niveles de eficiencia a la hora de hacer cumplir la Ley y garantizar los derechos ciudadanos. Debemos considerar que si los agresores no desisten de cometer delitos, seguramente se debe menos al tamaño de las penas impuestas por la norma que al hecho de que saben que el peso de la Ley nunca les llegará a caer, ni con sanciones grandes ni con pequeñas.
Solo si abordamos este problema con seriedad y constancia, además de una visión integral que nos permita analizarlo sin prejuicios y en su real dimensión, podremos iniciar un fructífero camino hacia la construcción de una sociedad más respetuosa del derecho ajeno, con igualdad de género y protectora de sus niños.
El otro camino, el que hemos seguido hasta ahora, solo nos conduce a llenarnos de leyes redundantes —y cada vez más grandilocuentes—, que sirven para acaparar momentáneamente la atención de los medios por nuestras supuestas buenas intenciones, pero que dejan los problemas de fondo intactos y propician que el mal de la violencia se reproduzca sin control.