Como ha estado ocurriendo en esa magna fecha en los últimos años, el 6 de Agosto ha servido para que se ponga de manifiesto una innecesaria división del país, no solo políticamente —en lo que lo que tenemos es una innegable polarización—, sino también en sectores raciales, porque así es como se plantea desde los sectores más radicales del partido en función de gobierno.
Para el ala dura del MAS, Bolivia está dividida en etnias o naciones originarias y estas, tras haber estado marginadas de la política nacional, ahora estarían al frente del Estado, precisamente de la mano de ese partido.
Más que de razas o etnias, en Bolivia tendríamos que hablar de clases sociales. Así lo manda, en forma incuestionable, cualquier repaso de la actual demografía en Bolivia que tome en cuenta ambos parámetros. Los aimaras, quechuas y tupi-guaraníes podrán ser “indígenas” para antropólogos de ciertas “ONG” u “originarios”, así como para ultranativistas nostálgicos del Kollasuyo, pero para el sociólogo serio son otra cosa. ¿Qué? Pues, campesinos. Es la definición compatible con la ruralidad inherente no solo a su existencia, sino a sus medios de vida (agricultura primaria). Pertenecen a la clase asalariada u obrera los mestizos, aimaras y quechuas sujetos a relaciones obrero-patronales en la troncal La Paz-El Alto-Cochabamba-Santa Cruz. Son de clase media baja cuantos “indígenas” u “originarios” migraron del campo a la ciudad a recalar en la economía informal (artesanal, ferial, etc.) y convertirse, en cierto porcentaje, en “microempresarios” y, los más, en “trabajadores por cuenta propia”. Estos ex “indígenas” comparten tan abigarrado espacio con mestizos o “cholos”, así como con blancoides que también se dedican a lo mismo. En la clase media a secas encontramos también aimaras y quechuas de segunda y tercera generación repartidos en actividades profesionales y el empleo público o privado, junto a mestizos y blancoides. Por cierto que no brillan por su ausencia los rostros y apellidos de originarios e indígenas en los estratos superiores, aunque son criollos y mestizos quienes constituyen la mayoría que en este nivel se dedica a la industria, comercio y la actividad empresarial.
En síntesis, desde el punto de vista de la pertenencia racial, en los sectores de la estructura social del país tenemos de todo. Tanto que esta se asemeja más a puchero que a sopa única. Entre nosotros, igual que en cualquier país del mundo, el “status” social no se halla en la piel, los ojos o el pelo, sino en la billetera. Es decir, en lo que se tiene y en lo que se hace dentro de la colectividad.
Obviamente que en las zonas rurales, particularmente del altiplano y los valles, aún sigue vigente la coincidencia entre pertenencia étnica y pertenencia social, pero a decreciente escala, a causa de la imparable migración campo-ciudad. Algo no muy representativo, por cierto, demográficamente hablando, si se toma en cuenta que casi el 70 por ciento de la población boliviana, actualmente, vive ya en las ciudades. Es urbana. La citada coincidencia no invalida el calificativo de “campesino” para el habitante rural, que es el que realmente corresponde a quien los ultranativistas siguen clasificando de “indígena” u “originario”.
Esa es la realidad de Bolivia, lejos de interpretaciones sociológicas o de teorías políticas anacrónicas, y al país le caería muy bien que esos sectores radicales así lo entiendan a menos, claro está, que la división que han provocado sea, precisamente, lo que buscaban. Después de todo, hay que recordar entre esas teorías está la de “dividir para reinar” y la que señala que “en río revuelto hay ganancia de pescadores”.