Una de las principales cualidades que se espera de los gobiernos democráticos es la transparencia. Por transparencia se entiende la disposición de los gobernantes de no interponer ningún tipo de tapujos entre sus actos y la ciudadanía, de modo que esta pueda conocerlos, fiscalizarlos y, si es necesario, criticarlos.
Y si eso cabe esperar de cualquier gobierno, mucho más de uno como el de la Bolivia actual, que ha logrado la aceptación de la ciudadanía, entre otras razones, por su promesa de administrar el bien común de cara al pueblo que lo eligió y lo apoya.
Los hechos, sin embargo, no acompañan a las promesas. La transparencia no solo que no ha sido uno de los rasgos característicos de los últimos gobiernos, sino que es uno de los muchos asuntos en los que se han dado grandes pasos hacia atrás.
Abundan las pruebas al respecto. Basta ver los sitios web de las principales reparticiones y empresas estatales para comprobar que la información sobre la manera como disponen de los recursos que tienen a su disposición no solamente que escasea, sino que está ocultada.
Pero todos esos ejemplos, con lo numerosos que son, resultan opacados frente al carácter secreto que se le da a la información del Presupuesto General del Estado o, peor aún, a los registros públicos como el Padrón Electoral, el Servicio del Registro Cívico y el Servicio General de Identificación Personal. Es suficiente ingresar al sitio web oficial de la Contraloría General del Estado para confirmar que los datos de las declaraciones juradas de bienes y rentas ya no muestran los detalles de antes, limitándose a lo más básico.
Al respecto, es bueno recordar que está en vigencia el Decreto Supremo 27329. Este obliga a “todas las instituciones del Poder Ejecutivo tanto a nivel central como descentralizado, autárquico y desconcentrado (a hacer) públicos, a través de las respectivas páginas electrónicas (web) y/o por cualquier otro medio alternativo de cada ministerio, prefectura y entidad desconcentrada”, su información. También el presupuesto aprobado por el Tesoro General del Estado (TGE), antes de la Nación (TGN). A eso se suma el 214, según el cual uno de los principales ejes de la actual gestión gubernamental será “la práctica de la transparencia, el fortalecimiento de la participación ciudadana y el derecho de acceso a la información”.
Y, a propósito de “acceso a la información”, es preciso señalar el Decreto Supremo 28168, que entre otras cosas “reconoce el derecho de acceso a la información a todas las personas como un presupuesto fundamental para el ejercicio pleno de la ciudadanía y fortalecimiento de la democracia” y establece claramente que “toda información que genere y posea el Poder Ejecutivo pertenece a la colectividad y es pública. Las personas tendrán el derecho de acceso irrestricto a la misma, salvo excepciones expresamente previstas por leyes vigentes”.
Como se puede ver, por ese conjunto de normas, ninguna institución del Estado debería negar información de interés público a los ciudadanos que así lo requieran; pero la realidad es muy distinta. Si alguien acude a una repartición pública, de cualquiera de los niveles de gobierno, lo que consigue son objeciones, cuando no negativas rotundas.
Por si fuera poco, la propia Constitución Política del Estado apuntala esos decretos cuando señala que “toda persona tiene derecho a la petición de manera individual o colectiva, sea oral o escrita, y a la obtención de respuesta formal y pronta. Para el ejercicio de este derecho no se exigirá más requisito que la identificación del peticionario”.