La gente que peina canas dice, desde la languidez de su retiro, que todo tiempo pasado fue mejor. Y, en el caso de la educación, probablemente esa sentencia no esté equivocada. Por lo pronto, sin ir muy lejos, los actuales maestros recuerdan que el valor adquisitivo de su salario era antes mayor que el que perciben ahora.
Pero el problema más grave de la realidad educativa nacional se centra en la partidización —y hasta en la ideologización— de las políticas públicas relacionadas con este importante tema.
En el pasado, la máxima autoridad de los maestros era el jefe del distrito escolar, alguien que, para llegar a ese cargo, no solo debía tener los años de servicio suficientes sino, fundamentalmente, una adecuada preparación que vaya aparejada de una sólida condición moral.
Actualmente, con los cambios que ha sufrido el sistema educativo que, quiérase o no, tiene tendencia municipalista, tenemos un director departamental, cuya autoridad abarca a todo el territorio de un departamento y tiene a su cargo a un determinado número de directores distritales con jurisdicción en uno o más municipios.
Estas autoridades reciben un salario elevado y su nombramiento está enteramente politizado.
Pese a la evidente manipulación política para la provisión de estos cargos, la ciudadanía no reaccionó nunca escandalizada seguramente porque, al considerarlos jerárquicos, aceptó hasta cierto punto que los partidos coloquen a gente de su confianza.
Si aquellos días en los que la política partidaria se metió en los nombramientos del sector de educación se hubiera reclamado con suficiente energía, quizás se habría evitado o, por lo menos, retrasado lo que vino después: el alcance de la politización de las direcciones de unidades educativas y, luego, las designaciones en el magisterio en general.
Si en el pasado la figura de un director de un establecimiento educativo era respetable, por todo lo que tuvo que estudiar para ser nombrado, ahora es la de un maestro o maestra que —aunque haya llegado al cargo con todos los méritos— fue parte de un proceso amañado y carente de toda confianza.
Por tanto, la educación está mal desde la cabeza. En el pasado, los jefes del distrito escolar eran maestros de gran prestigio, con carreras intachables, amplia cultura y merecida fama en sus respectivas sociedades.
Hoy en día, con las excepciones que confirman la regla, las máximas autoridades educativas, llámese directores departamentales o distritales, son más o menos conocidos y, en varios casos, la gente se entera de su existencia en el momento en que asumen los cargos.
Entonces, hasta el uso del nombre “autoridad”, en el sentido de prestigio y crédito, ya ha perdido credibilidad, y poco o nada se puede hacer al respecto.
De ahí en más, ¿qué tanto se puede esperar de su desempeño en la función pública? La crisis en materia educativa, profundizada con la pandemia del coronavirus y las malas decisiones adoptadas por el gobierno transitorio de Jeanine Áñez —recordemos que llegaron a suspender las labores educativas—, requiere de cambios radicales. Pero estos no pueden pasar por concepciones retrógradas, sino que deben comenzar con una mirada de presente y, sobre todo, de futuro.
Las nuevas generaciones de estudiantes necesitan imperiosamente de una formación pensada en las exigencias de sociedades por completo diferentes a las de hace 10 o 20 años. La tecnología ha transformado el mundo y, sin embargo, nuestro país continúa anclado en currículos muchas veces inadecuados, de un tiempo a esta parte incluso permeados por ideologías que poco y nada aportan a la educación de nuestros hijos.