En este caso, no interesa tanto quién sea él o a qué intereses defienda. En general, voy a referirme a sus modos y, más impersonalmente, al peso —la efectividad— de la palabra bien dicha, al saber comunicarse como un don y, también, como una consecuencia de la educación. Por eso, la cita de la frase final de “Cien años de soledad” no es casual en el discurso de Petro, que estuvo lleno de recursos literarios como una prueba del influjo de la literatura garciamarquiana en una sociedad, como la colombiana, que se caracteriza por el buen uso de la lengua española.
Te invito a escucharlo sin prejuicios, a que por un momento no te importen ni los progresistas ni los liberales; a que pienses conmigo en el efecto de decir lo que hay que decir pero, diciéndolo con estilo, con claridad, hablando pausado, casi deletreando, y enfatizando donde debe ser; pensemos juntos en el arte del buen decir.
Fíjate cómo surte la mezcla de emociones con la valentía, cuánto provoca a los sentidos: “Estamos acá contra todo pronóstico, contra una historia que decía que nunca íbamos a gobernar, contra los de siempre, contra los que no querían soltar el poder, pero lo logramos. Hicimos posible lo imposible, con trabajo, recorriendo y escuchando, con ideas, con amor, con el corazón y con el cerebro, con esfuerzo, desde hoy empezamos a trabajar para que más imposibles sean posibles en Colombia. Si pudimos, podremos”. Se trata de una construcción estética. El paso previo a un discurso está en la mente, en el pensamiento; por eso cuando está bien pensado, nada queda librado al azar. El buen orador es consciente de que de cada palabra depende la eficacia de la comunicación. La retórica —la forma más la sustancia— lo es todo.
Petro, en ese sentido, es un político sagaz. Sabe lo que los demás quieren oír y se los da; y ojalá lo hiciera no solo porque lo calculara sino porque sintiera genuinamente que es lo que debe hacerse. Disculpen la desconfianza pero otros muy parecidos a él en Latinoamérica practican la retórica para el engaño, no para revertir la pobreza sino para mantenerla, como si esto les fuera conveniente.
Optimista, el nuevo mandatario prodiga esperanza. Entiende que el medioambiente, la educación y la tecnología, junto con la lucha contra la violencia del crimen organizado, son temas sensibles para la gente; y no se olvida de las mujeres ni de los niños, tampoco de los más humildes. Al menor descuido, te habla del amor y, es como si se bajase del púlpito de todo presidente para entreverarse con los mortales. Pero, a veces permanece en el ambón y predica de “los cielos y la tierra” como los antiguos profetas, o como los actuales curas y pastores: “Este es el gobierno de la vida, de la paz, y así será recordado”. Si hasta pareciera resonar el eco de las iglesias... No apela a Dios, pero pide, ceremonioso, “buscar a través de la razón los caminos comunes de la convivencia (...) La paz implica que cambiemos”.
Las alocuciones públicas del presidente colombiano son inteligentes, aunque no logre quitarles ese tufillo a demagogia que suele percibirse en los populistas. ¿O acaso no es revelador que, dentro de un discurso con varios puntos altos, haya recibido una de las mayores ovaciones cuando pronunció estas palabras: “para vivir sabroso”?
No quiero con esto juzgar una mala intención detrás de sus soflamas; démosle el beneficio de la duda. Hay que reconocerle, además, que tiene la sensibilidad que les falta a los fríos presidentes de enfoque más económico, a los liberales puros y duros que se olvidan del corazón y las almas heridos por el hambre y la marginación social. Al menos de la boca para fuera, por lo que Petro dice, me alegra la visión humanista de este nuevo gobierno en la región. Colombia necesita creer y está bien que se ilusione; así lo han hecho también otros países, pero, justamente por esto, debe mirar a sus vecinos para no dar nunca carta blanca a ningún mandatario porque, sobre todo los populistas, de izquierdas o de derechas, tarde o temprano te fallan.
Me quedo con lo que Petro dijo aprovechando la presencia de una decena de pares de diferentes países —aunque el de Argentina no haya podido percatarse de esto porque, tal como se vio en televisión, estaba durmiendo—: “Ya es hora de dejar atrás los bloques, los grupos y las diferencias ideológicas para trabajar juntos”.