La mentira, la distracción y la desinformación sistemática y mediática es la estrategia política que siguen aplicando en el Perú, desde hace décadas, los grupos de poder político y económico con procesos judiciales por corrupción.
Su esfuerzo, usando fondos públicos desde los distintos niveles de gobierno en los que con artificios se sostienen, está orientado a reducir a la población a autómatas y fieles obedientes de su verdad y perorata. “Es lo que le conviene al pueblo y país”, reiteran desde hace más de 30 años.
No les importa que la demanda del grueso de la población, más de treinta millones, sea gobernabilidad basada en balance de poderes y no más enfrentamientos ni obstruccionismos. Tampoco que en sus planes de hundir al oponente y venderse como los salvadores y garantes de la patria, para seguir en su danza de latrocinio con impunidad, sigan destruyendo instituciones clave como la Fiscalía y el Poder Judicial.
El Perú, subliminalmente así lo muestran en su prensa beneficiaria y por medio de sus voceros pagados y honoríficos, necesita una conducción preparada y con credibilidad. Le llaman –en la práctica solo es retórica por el juego de conceptos versus real estado de cosas– “país atractivo”, “crecimiento y estabilidad económica”, “seguridad jurídica y fuentes de empleo” y “gobierno respetuoso de las reglas de juego”. Solo ellos pueden ofrecer estas garantías. Lo que digan los que no están entre sus benefactores y beneficiarios o aquellos que promuevan soluciones integrales a problemas estructurales no sirve ni cuenta. En su mirada predomina el criterio de que para gobernar tiene que haber un aval de ellos, de los mismos de siempre, y que al pueblo solo hay que convocarlo para que elija lo que los partidos políticos –que ellos controlan– ofrecen. Cero autocríticas.
Aberrante y abusivo, real y conspirador, contra el país que necesitamos construir y nos siguen negando. Por eso, seguimos en tiempos en los que las pugnas por mantener o recobrar el Gobierno nacional nos siguen arrinconando a posiciones irreconciliables, donde los únicos que ganan son los grupos de poder político y económico ligados a la corrupción. Hace buen tiempo que dejó de ser un asunto de ideologías.
Nuestro proceso educativo, que exhibe una incipiente ciudadanía y un civismo gaseoso, y la direccionada y apabullante avalancha mediática nos tiene mareados y desenfocados de la realidad. Quieren que aceptemos que solo determinado Gobierno, el que ellos ahora quieren imponer vía legislativa o judicial, salvará el Perú. El discurso del miedo ha ido variando.
No hablan de la necesidad de fortalecer el sistema democrático. Cualquier liderazgo les incomoda, pero tampoco lo ofrecen, sus cuadros la mayoría tienen prontuario. Por eso las reformas políticas y electorales son caso cerrado. El ideal democrático de país con menos gobierno y más institucionalidad, cumpliendo sus funciones con independencia y autonomía, no es tema de fondo.
A la contrarreforma universitaria, ahora han sumado a la rectora de San Marcos. En ese sentido como han logrado ciertos niveles de control institucional, por ejemplo frente al desmontaje de equipos especiales anticorrupción en la Fiscalía (“cuellos blancos del puerto”) y otros, se sienten seguros. Siguiendo esa línea, pese al clamor de la población y los años transcurridos, que no haya aún sentencia para ex presidentes acusados de corrupción, tampoco es un asunto importante. Ya casi nadie habla del curso y estado del proceso seguido por lavado de activos y otros crímenes a la señora Keiko Fujimori. La realidad del país ahora se reduce a los seis procesos de investigación seguidos por la Fiscalía al presidente Castillo.
Hemos perdido el rumbo y la corrección parece lejana. Cómo conservo el gobierno o cómo lo arrebato, son las opciones que la clase política y económica ofrecen.
Si al menos una vez –una– se antepusieran los intereses del país, a los privados de grupos, el Perú encontraría su rumbo. Lo peligroso es no evolucionar en esa senda.