Sabias como son, nuestras abuelas saben que un mal debe ser corregido a tiempo, cuando comienzan a revelarse sus primeros síntomas ya que, si se lo deja avanzar, podría terminar dañando seriamente el organismo humano.
La historia de la medicina tiene registrados miles de casos de personas que, tras haber dejado que se gangrene una herida o haber desdeñado un tumor, terminaron muriendo de cáncer porque la infección avanzó tanto que fue imposible detenerla.
Con ejemplos como esos, nuestros gobernantes deberían haber comprendido que la corrupción es como un tumor maligno que aparece de pronto en la sociedad y, si no es extirpado a tiempo, termina por corroerla, cual si se tratara de un cáncer.
Basta revisar la prensa al azar para encontrar que la corrupción en la Policía fue siempre denunciada, pero jamás castigada.
Durante mucho tiempo, la relación de complicidad entre policías y ladrones fue un secreto a voces, tanto que —en el colmo de la exageración— hasta llegó a decirse que cada coronel que llegaba a alguna capital para asumir el cargo de comandante departamental lo hacía junto a los antisociales que solían acompañarlo a todos sus destinos.
Nunca le hicimos demasiado caso a esas versiones quizás porque no tenían ningún sustento. Pero lo malo es que tampoco les hacíamos demasiado caso a las versiones de que policías y ladrones trabajaban juntos porque, pese a las sospechas, a los constantes rumores, semejante cosa no solo parecía insólito sino hasta pantagruélico.
Entonces, de pronto y sin anestesia, la realidad nos mostró que las sospechas no estaban tan alejadas de la verdad: había policías cómplices de los ladrones e incluso encabezaban bandas delictivas que perpetraban asaltos a mano armada y no respetaban la vida humana.
Una revisión de la historia reciente de la Policía muestra un rosario de casos, a cual más famoso, en los que aparecen con nitidez el atraco de Calamarca y el de “la banda de Blas”.
¿Por qué nunca les prestamos demasiada importancia a las denuncias que se conocieron durante todos estos años y que, en algunos casos, incluso dieron lugar a detenciones, procesos y sustituciones?
Para empezar, fue la propia Policía la que minimizó las denuncias. Se decía que eran simples especulaciones, sensacionalismo de algunos medios o bien se recurría al expediente del silencio.
En resumen... vimos los síntomas o, más aún, los sentimos en carne propia, pero dejamos que el mal avance. Y avanzó tanto que llegó a infectar buena parte de nuestra sociedad.
Entonces, los “Blases” se multiplicaron y aparecieron más denuncias, desde la vinculación de altos jefes policiales con el narcotráfico hasta el escándalo de los vehículos robados en Chile.
Las excepciones confirman la regla: hay en la Policía buenos elementos, oficiales honestos y muchos humildes uniformados que han llegado a ofrendar sus vidas en la lucha contra el crimen, pero la imagen que tiene el país de la “institución del orden” es, hoy en día, la peor en toda su historia.
El mal pudo curarse a tiempo, pero no tuvimos el valor de hacerlo. No quisimos mirar la verdad de frente y esta se estrelló contra nuestro rostro. Ahora lo único que queda es extirpar el tumor maligno antes de que termine de contaminar todo el cuerpo. Lo malo es que el procedimiento será lento, doloroso y costoso. ¿Están nuestros gobernantes a la altura de ese desafío?