Para Ponciano Tomillo la noticia carecía de relevancia, no lo abrumaba el conjuro de morbo en el cual chapaleaba la desaforada sociedad, tampoco le engendraba interés alguno la engañosa maraña de rumores que flotaban de aquí para allá. Para él, sencillamente, no existía motivo suficiente para tamaña zozobra.
El viejo de los ojos tristes no podía imaginar que hoy en día la gente dependiera tanto de semejante vaina. En su memoria, cargada de nostalgias, aún flotaba en los páramos de la melancolía aquella época dorada en la que la gente se hablaba mirándose a los ojos.
Ponciano Tomillo nunca había llegado a entender que ahora todos tenían sus vidas reducidas a unas ridículas cajitas en las que, además, clavaban las pupilas todo el día. Quizás por ello es que no se mosqueó cuando vio a su familia masticar el hueso del chisme hasta satisfacerse con el amargo tuétano de la mala fe.
El cartilaginoso tema de la sobremesa no podía ser otro: habían robado el celular de una polémica exautoridad. La baraja de las posibilidades les daba a los comensales la clarividencia necesaria para la antropofagia social.
—¡Seguro encontrarán imágenes de sus gustos más perversos! —afirmó uno de los nietos, seguro de que el hurto mostraría al depredador en pleno vuelo.
—¡Quién sabe si por fin se confirman sus vínculos con el narcotráfico! —aseveró una tía que aún masticaba sus últimos bocados.
—¡Cuánta corrupción se podría destapar! —manifestó emocionada la tía Clara—, contratos fraudulentos, empresarios enriquecidos ilegítimamente, licitaciones amañadas.
—No sólo eso —afirmó el tío Enrique—, quizás incluso estén las órdenes para dejar sin comida a las ciudades, las instructivas para bloquear el oxígeno en el tiempo de la peste, las órdenes para bloquear los botaderos, los mandados para incendiar las ciudades o la intención de destruir la planta de energía.
La resonancia y la severidad de las desaforadas teorías sofocaron a Ponciano Tomillo, y como quien sabe que la travesía de toda perorata inútil termina con la confrontación de la realidad, afirmó:
—Si esos aparatitos de morondanga son como los pintan y más parecen la conciencia de uno en vez que un simple teléfono, yo quisiera que se muestren ante el ojo de la moral todos los que pertenecen a los poderosos de turno, así confirmaríamos que no existe ni un solo político que valga la pena.