Mira al mundo. Es una visión patética, ¿no?
Guerras aterradoras –conducidas justificándose por teorías arcaicas e impulsadas por épocas de expansión desenfrenada–. “Líderes” quienes, con cada aliento, mienten y gobiernan para sus propios agrandamientos y sus propias carteras; además, pobladores que los siguen sin prestarles atención. O niños siendo a ciegas admiradores de ellos como si fueran dioses del Gran Padre. Mientras tanto, la economía corporativa continúa fuera de control, ciudades de millones de habitantes sin un futuro, países ingobernables, prohibiciones contra pensamientos independientes... Además, hay epidemias de enfermedades mortales por la disrupción de hábitats de microorganismos y animales.
Lo nuestro no es solo “un momento difícil en la historia”; puede ser la culminación de un milenio de horrores perpetrados por humanos… y nuestra última oportunidad para sobrevivir.
Durante los años 1980-1990 surgieron otros esfuerzos de pensamiento de modo interdisciplinario como desafíos a la ideología fraccionada de “either-or” de sociedades occidentales, incluyendo una llamada eco-psicología. En parte, el motivo era comprender los vínculos entre el estado mental/psicológico/espiritual corriente en el mundo de hoy y la pérdida de conexión con la naturaleza, la que había determinado la evolución de humanos por dos millones de años (Nota: la eco-psicología no floreció como un suplente por perspectivas históricas, sociales o políticas que explican bien la fragmentación que radica como una fundación de sociedades occidentales; es más como una amplificación, un otro riachuelo de reflexión).
Como sabemos, cuando humanos se ven cara-a-cara con una realidad demasiado difícil para aguantar, los sistemas de nervios, las psiques y los corazones rechazan recibir la información. En vez de reconocer y aceptar tal realidad, negamos su existencia. Y enviamos conocimiento parcial o completo a un baúl en nuestras psiques donde no hay memoria.
Pero, como un perro desesperadamente rascando la puerta, la verdad llama y grita por reconocimiento en forma de disturbios mentales y trastornos emocionales demasiado fuertes. En otro esfuerzo de evitar la realidad, podemos atar estas situaciones y personas sin relación que aparecen más manejables: elaboramos teorías para explicar la angustia; inventamos a enemigos; recurrimos a ideologías rígidas. Así…
Pero, ¿qué reside al fondo de tales enfermedades? ¿Puede ser lo peor que podemos imaginar? ¿Que nuestro propio hogar –este planeta maravilloso que sostiene el milagro de la Vida– está muriendo?
Cada día más animales, en realidad especies enteras, sufren el destino del dinosaurio: desaparecen. La vaca marina. El alce irlandés. El delfín del río Yangtsé. El guacamayo de Spix (Nota: somos animales también). Los icebergs de los polos caen en el mar como cubos de hielo en microondas. Hay sequías en todas partes, fuegos corren fuera de control, terremotos se tragan ciudades completas, inundaciones arrastran viviendas. Mientras, las temperaturas se mueven en zigzag entre extremos históricos, y las plantas, no sabiendo cuál estación se presenta, pierden su habilidad de producir flores, frutas y semillas. Las abejas de colmenas mueren del veneno de pesticidas y de la radiación del WiFi, los teléfonos y las antenas.
Es más fácil para el cerebro gritar con odio contra otros humanos. O anunciar con audacia que el cambio del clima no existe. O matar a la esposa. O inyectar heroína. O ir de compras a por zapatos de moda. Sí, es más fácil que enfrentar la colosal posibilidad que las maravillas de la Creación están saliendo… por siempre, ¿no?
Pero, considerando la urgencia que vivimos por la continuidad de la Vida, ¿podremos despertarnos y admitir el luto que forma la base de nuestro apuro terrorífico de un fin del propio Futuro?
* Boliviana-estadounidense, es psicóloga doctorada y escritora.