La libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia y uno de los mejores indicadores del nivel de ejercicio de la ciudadanía en los países del mundo.
Durante gran parte de la historia, la libertad de expresión ha marcado la diferencia entre quienes tenían poder y quienes estaban sometidos a él. Con la democratización de las sociedades y la emergencia de la clase media, este derecho se ha consolidado.
Sin embargo, pese a que cada vez más naciones se suman al sistema democrático y, por lo tanto, al respeto a la libertad de expresión, las organizaciones internacionales siguen identificando importantes reductos de totalitarismo de Estado y, en otros casos, un retroceso en el ejercicio de la ciudadanía.
El caso de la China comunista es singular y al mismo tiempo paradójico. Mientras que la apertura económica ha marcado su presencia a nivel internacional, las restricciones en cuanto a la libertad de expresión siguen marcando el dominio ideológico e incluso físico del Partido Único sobre la sociedad civil del gigante asiático.
En los países de Oriente Medio con gobiernos islamistas, la libertad de expresión, lo mismo que los derechos más elementales de grupos humanos tan grandes e importantes como el de las mujeres, también enfrenta fuertes limitaciones, en algunos casos ligadas a arraigadas creencias religiosas. Sobre esto último, el caso de la caricaturización del profeta Mahoma refleja hasta qué punto puede darse la tolerancia respecto a un punto de vista diferente.
En nuestro continente existen dos ejemplos contrapuestos. Por un lado está la Cuba de los Castro, cuyo gobierno insiste en mantener la cohesión social en torno a un desgastado proyecto socialista con la represión de manifestaciones disidentes, una medida que dejó tras las rejas a cientos de opositores y generó protestas de Estados Unidos, la Unión Europea y varios países latinoamericanos. Por el otro, desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y el inicio de la guerra contra el terrorismo, la libertad de expresión, junto a otros derechos básicos, ha sido restringida en Estados Unidos. Pese a las protestas de activistas de los derechos humanos, la administración del presidente Bush justificó con el estado de guerra las limitaciones e, incluso, la violación de algunas prerrogativas constitucionales tanto en su territorio como en otras latitudes. Sus sucesores, entre los que se cuenta a Barack Obama, no se esforzaron demasiado en mejorar las cosas.
En cuanto a Bolivia, la libertad de expresión se ha ratificado en la Constitución Política del Estado (CPE), a la que se ha agregado un derecho más específico para el periodismo, el de la información, garantizado en el artículo 106 pero cuyo cumplimiento deja mucho que desear.
La CPE reconoce la vigencia de la Ley de Imprenta y esta señala, claramente, que los periodistas no deben responder por supuestos delitos en el ejercicio de sus funciones sino ante un tribunal especial, cual es el de imprenta. Pese a ello, todavía hay jueces y fiscales que obcecadamente insisten en llevar a los informadores ante tribunales ordinarios. Eso es violar el derecho a la información y, también, la libertad de expresión.
Sin un ejercicio pleno de la libertad de expresión, y la correspondiente responsabilidad que conlleva, existe el riesgo latente de salidas violentas a las crisis sociales y políticas del país como la de octubre de 2003 y la de octubre/noviembre de 2019.
Esos malos jueces y fiscales están en la obligación de recordar que la libertad de expresión es un medio elemental para la convivencia ciudadana, por lo cual su resguardo es imprescindible para el debate sobre los destinos del país.