Acostado en la misma cama donde seis décadas antes había perdido el honor y la dignidad, el canoso varón aspiró un aire espeso y cargado de nostalgia. Las paredes de su habitación, que se vanagloriaban de épocas pasadas y de héroes de antaño, parecían ensombrecerse ante el peso de la muerte. Sobre su mesa de noche, algunos periódicos apilados mostraban en primera plana el rostro de una sola persona: una reina portando una corona.
Cuando menos lo esperó, precisamente el segundo posterior al tiempo en que creyó haber dejado en la almohada su última lágrima, escuchó la voz tenue pero clara de su madre. Se espantó, por supuesto, porque él mismo había visto a la mujer de sus enseñanzas muerta.
—Ha muerto la reina —le dijo la voz.
El varón no dudó, atribuyó el origen de aquella dicción a los puentes mágicos de la quiromancia y al contacto perenne con los muertos.
—Nunca entendí la monarquía —afirmó el hombre.
—No te pido que la entiendas —replicó la voz de su madre—, te pido que actúes en consecuencia.
—Es que resulta ilógico pensar que, sólo por haber nacido de “sangre azul”, alguien pueda ser distinto o superior a otro —alegó el varón.
—Es parte de una tradición histórica —argumentó la voz de su madre.
—Además —acotó el sujeto— el pueblo sostiene a los monarcas y a sus familias con sus impuestos, los mantiene entre lujos y deleites, en tanto hay quien incluso está muriendo de hambre.
—Las cosas son como son —afirmó con mayor severidad la voz de su madre.
El hombre sintió entonces el peso de la determinación materna, de aquella mirada sin ojos que lo ordenaba todo, que lo decidía todo, ya sea por la razón o por la fuerza, y si ninguna funcionaba lograba sus objetivos por la culpa. El pobre varón, de mirada triste y notorias arrugas, sabía que terminaría por cumplir el mandato de su madre, no porque quería, pero sí porque no tenía alternativa.
—Ha muerto la reina —repitió la femenina voz—, ahora tú eres el rey.
