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¿Por qué seguimos incendiando nuestros bosques?

Gonzalo Flores 19/09/2022
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“Por estúpidos, ignorantes y codiciosos” podría ser una primera respuesta, que contiene mucha verdad. Pero la destrucción de los bosques, los incendios forestales y la destrucción de la biodiversidad tienen la misma causa. Son, por así decirlo, hijos de la misma madre: los precios de cualquiera de ellos no reflejan su verdadero valor, porque están sujetos a regímenes de propiedad inadecuados. Me explico brevemente.

En Bolivia la propiedad de las tierras está disociada de la propiedad de los bosques. La tierra puede ser poseída individualmente en forma privada en algunos lugares, pero eso no concede derecho a extraer los recursos de los bosques. Tampoco tener derechos de extracción de los recursos de los bosques genera derechos de propiedad sobre la tierra. Y ambas cosas son muy negativas para la economía.

Los bosques pertenecen “a la nación”, es decir, a nadie. El gobierno de turno concede derechos de acceso a los bosques y autorizaciones para extraer madera, pero también para otros productos. Las empresas pagan un fee por el acceso al recurso y las comunidades indígenas ni siquiera eso. Invariablemente, el precio de venta de los productos está muy por encima de los derechos de acceso pagados, de modo que el negocio está asegurado.

Los derechos que concede el gobierno no crean derechos de propiedad, de modo que el usuario sabe que su permiso caducará en breve, y por eso se inclina a extraer el máximo volumen posible. Regímenes de propiedad incompletos -como la propiedad comunitaria- no resuelven el problema, porque imponen la “tragedia de los comunes” o el principio del “free raider”: todos se benefician de la extracción, pero nadie quiere invertir porque no tiene modo de asegurar los beneficios. De modo que la tendencia es extraer la madera, la castaña o cualquier otro producto muy por encima de sus tasas de reproducción, de modo que se los condena a la extinción.

El precio de una hectárea con bosque es muy bajo. Pero si se retira el bosque, la tierra que queda tiene un valor muy alto. Entonces hay una tendencia muy fuerte a deforestar e incendiar. En conjunto, se fortalece la reducción de los bosques, cuando se sabe positivamente que con el tiempo éstos se valorizan, de modo que se está decidiendo liquidar una fuente de riqueza creciente. Los planes de uso de la tierra no cuentan. Son modificados fácilmente para permitir las deforestaciones e incendios.

La tierra tiene otra problemática. En algunas pocas zonas el país, la tierra ha sido distribuida individualmente y se puede comprar y vender libremente. Algo totalmente diferente ocurre en el altiplano, serranías y otras zonas altas, es decir, en la mayor parte del país. En ellas se ha impedido, por la vía de la protección legal y la sacralización de las tradiciones, la ausencia de mercados de tierras. La consecuencia es que es muy difícil comprar tierras o venderlas. Como la tierra es escasa y limitada, crece la demanda por ella, pero, al no existir mercados, los precios no reflejan la escasez creciente. De manera que los agricultores que quieren tierras no pueden comprarlas, pero sí pedirle al gobierno que se las done. Cosa que ocurre en la práctica. Desde el MNR de los años ’50, los gobiernos donan tierras y usan ese mecanismo de forma más o menos abierta para generar apoyos políticos.  Obviamente existe otra vía: la toma de tierras, sin importar si son fiscales o ya poseídas por un privado. Es otro mecanismo de no-mercado. La donación de tierras y la toma de tierras forman un círculo vicioso con la corrupción.

Los incendios son solo un paso obligatorio para los aspirantes a propietarios de tierras. Deben demostrar que dan a la tierra un uso “social”, es decir, que han plantado algo. Para ello, deforestan e incendian, con tan malas prácticas, descuido e ignorancia que generalmente el fuego se les va de las manos. Los incendios forestales suelen ocurrir al mismo tiempo que los incendios de los pastizales, que se hacen en época seca para favorecer el rebrote de los pastos.

La biodiversidad sufre en consecuencia, porque la amenaza más grande a la biodiversidad no son los cazadores ni los coleccionistas, sino la destrucción de los complejos hábitat, donde coexisten muchas especies simultáneamente. Ninguna de las especies silvestres de flora o fauna tiene dueño, precio o mercado. Literalmente, cualquier persona puede entrar a un bosque y capturar un ser vivo, animal o vegetal, llevárselo y disponer de él. Las débiles restricciones administrativas establecidas por las autoridades sectoriales tienen escaso efecto protector.

No es necesario recurrir a argumentos emocionales, éticos o a los “derechos de la naturaleza” para comprender que el capital natural –los bosques, el suelo, la biodiversidad– se debe conservar. Hay muchos argumentos en favor de la conservación del capital natural, de los que diré sólo tres: Primero, si los recursos naturales se aprovechan por encima de sus tasas de reproducción, son condenados a la extinción. Es absurdo extraer o aprovechar algo hasta que se lo elimina. Segundo, el capital hecho por el hombre sólo puede reemplazar parcialmente el capital natural (podemos reemplazar veinte bueyes con un tractor, pero no podemos reemplazar las sustancias activas de las plantas vasculares, porque ni siquiera las conocemos). Tercero, con el tiempo, el capital natural se valoriza, es decir, el valor que tiene hoy un bosque será mayor dentro de diez, veinte o cincuenta años. Como una inversión en la banca y quizá mejor.

Todas esas razones deben empujarnos a proteger nuestro capital natural y a adoptar la forma de propiedad que se presta más a la conservación, que no es la propiedad estatal, ni la propiedad comunitaria, sino la propiedad privada (no necesariamente unipersonal). Cuesta creerlo, pero el propietario privado estará más interesado en la conservación de su recurso natural que muchos coparticipantes, más preocupados por extraer el recurso antes de que otros lo hagan. No entro a la demostración formal, que interesa más al especialista.

Por consiguiente, debemos suspender inmediatamente la distribución de tierras por el INRA, la ATB o la agencia que fuere, y la titulación de las tierras tomadas por la fuerza. Hay que abrir paso a los derechos plenos de propiedad sobre la tierra y que ésta pueda ser comprada, vendida, alquilada, hipotecada, ganada y perdida en todo el país sin diferencias. Surgirán mercados de tierras que acarrearán inversiones, innovaciones, mejora de la productividad, y como consecuencia, más ingresos, empleos y bienestar.  De la misma manera, hay que retornar a un sistema de concesiones forestales, que genere derechos de acceso de largo plazo, convertibles a derechos de propiedad permanente. En el largo plazo, hay que unificar estos derechos. El propietario del “suelo” debe serlo también del “vuelo”, es decir, de la vegetación que se encuentra en este. En el campo de la biodiversidad, hay que iniciar de inmediato la creación de derechos de propiedad privada (no necesariamente individual) sobre algunas especies, empezando por algunas consideradas carismáticas o sillares. Los stocks de bufeos, jaguares, monos araña, lagartos y capibaras podrían crecer como ha crecido el hato de vicuñas, sólo porque los únicos que pueden aprovechar su valiosa fibra son las comunidades donde estas viven.

Es indudable que, para detener la deforestación y degradación de los bosques, los incendios forestales y de pastizales, la reducción constante de las áreas protegidas y la amenaza a los stocks de especies de flora y fauna, tendríamos que derogar un sinfín de leyes y decretos. No pongo aquí esa lista, pero es bien conocida.

Varias otras medidas deben ser tomadas para eliminar los incentivos financieros y fiscales a la deforestación y degradación de los bosques. Entre ellas, la suspensión de los créditos para deforestar, para hacer agricultura o ganadería extensivas, y la construcción de caminos hacia las selvas, y la eliminación de los actuales “aranceles cero” para bulldozers diseñados específicamente para deforestar.

Son tan claras la soluciones a estos problemas que podríamos empezar esta semana. Sin embargo, tres fuerzas se opondrán tenazmente. En primer lugar, los ambientalistas extremos, que creen que los derechos de propiedad equivalen a “mercantilizar” la naturaleza. En segundo, los socialistas, populistas, progresistas y comunistas, para quienes la propiedad privada es sinónimo de oprobio. En tercero, los políticos centristas, incapaces de distinguir entre lo bueno y lo malo y siempre preocupados por decir cosas que no enojen a nadie. Entre los tres complicarán y dificultarán las soluciones. Mientras se pierden en sus interminables discusiones, los fuegos seguirán ardiendo y consumiendo unos recursos que deberíamos legar intactos a las generaciones siguientes.

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