Mil veces no

A. Germán Gutiérrez Gantier 23/11/2022
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Desde la fundación de la República de Bolivia, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional tienen el monopolio del uso de la violencia.

La primera Constitución Política del Estado, promulgada el 19 de noviembre de 1826, en su Título Noveno establecía la existencia de una fuerza armada permanente y la de un resguardo militar con la función de impedir todo comercio clandestino.

La Ley Reglamentaria, del 24 de junio de 1826, creó la Policía Nacional, que disponía que en cada departamento debía nombrarse un intendente de policía.

Las reformas constitucionales de 1831 crearon una Guardia Nacional. A partir de ella se produjeron exclusiones e inclusiones de dicha guardia, hasta que en las reformas de 1961 se incorporan capítulos expresos dedicados a la Policía Nacional y a las Fuerzas Armadas.

La CPE de 2009 incluye en su texto todo un Título referido a las Fuerzas Armadas y a la Policía Boliviana. Se prescribe que las FFAA “…tienen la misión de defender y conservar la independencia, seguridad y estabilidad del Estado, su honor y la soberanía del país; asegurar el imperio de la Constitución, garantizar la estabilidad del Gobierno legalmente constituido y participar en el desarrollo integral del país”.

A su turno, la Policía Boliviana como fuerza pública “…tiene la misión específica de la defensa de la sociedad y la conservación del orden público, y el cumplimiento de las leyes en todo el territorio boliviano. Ejercerá la función policial de manera integral, indivisible y bajo mando único…”.

No existe ningún otro órgano o institución autorizada para ejercer la violencia legal en Bolivia. Su monopolio está en manos de ambas entidades, que están reguladas por la propia Constitución, leyes secundarias e instrumentos internacionales.

Existen excepciones, como el derecho legítimo a la defensa, en la que un ciudadano puede recurrir a una forma de violencia proporcionada respecto al ataque al cual está sometido.

Por ello la validez de este monopolio parte de una fuente de legitimación que es el Estado, que permite un ejercicio ordenado a través de entidades como las FFAA y la Policía, con una finalidad expresa: el bienestar social.

Acá se cruza el principio de la ‘obediencia debida’ u ‘obediencia jerárquica’, por la que las personas tienen la obligación jurídica de obedecer a otra persona. En el extremo de su aplicación se pretende eximir, sobre todo en el ámbito militar y policial, de responsabilidades al subordinado que cumplió con instrucciones del superior.

Un ejemplo doloroso fue la justificación de militares argentinos que trataron de escudar sus crímenes en contra de miles de jóvenes en la dictadura de Videla con la obediencia a órdenes superiores que debían ser cumplidas inexcusablemente y así ser liberados de cualquier responsabilidad penal. En otras palabras, podían asesinar porque sus superiores se lo ordenaron.

Este debate se reproduce en nuestro país cuando los jerarcas militares piden al Presidente una orden escrita para salir a las calles a reprimir. Orden que, según ellos, les serviría en un futuro para justificar sus acciones delictivas.

Olvidan deliberadamente un mandato constitucional preciso que tienen, el de defender y conservar la independencia, seguridad y estabilidad del Estado.

La estabilidad de cualquier gobierno solo puede ser respaldada por las Fuerzas Armadas si ese gobierno cumple con la CPE y las leyes. Entonces, surge la pregunta: ¿Si un gobierno legalmente constituido, en el ejercicio de sus funciones, vulnera la CPE con actos como la ejecución de un fraude, este gobierno es legalmente defendible por las FFAA al punto de preservarlo arremetiendo contra una población rebelada? Es más, ¿el ser elegido democráticamente le otorga a un gobierno capacidades transgresoras de la Constitución y las leyes del país?

No, mil veces no. Entonces, un Decreto Supremo no es garantía alguna para justificar o encubrir la comisión de ilícitos, máxime cuando el principio de la obediencia debida es pulverizado por el artículo 14-IV de la CPE que a la letra dice: “En el ejercicio de los derechos, nadie será obligado a hacer lo que la Constitución y las leyes no manden, ni a privarse de lo que estas no prohíben”.

Si los militares salen a las calles a reprimir al pueblo para defender a un gobierno vulnerador de la legislación, se constituyen en cómplices, encubridores o ejecutores de la comisión de delitos que ponen en vilo a la democracia. De ahí que cualquier subalterno tiene todo el derecho de representar una orden ilegal y hasta desobedecer a un mando vertical arbitrario.

Razonamiento similar es para la Policía Nacional cuyo primer mandato es defender a la sociedad y no someterla a atropellos, como desgraciadamente ya es habitual en todos sus niveles. La conservación del orden público está sujeta a las leyes, no a la instrucción discresional del Ministro de Gobierno, del Comandante General, de un comandante departamental o del superior de turno.

Vistas las cosas de esta manera, las FFAA y la Policía Boliviana tienen el monopolio de la violencia, pero sujeta a la Constitución y a las leyes; las instrucciones arbitrarias e ilegales no deben ser cumplidas. Quien lo haga es, no solo un cobarde y abusivo escudado en un uniforme que lo ha manchado, sino un criminal infraganti.

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