A Bolivia se la conoce fuera del país por ciertos referentes negativos, entre los que cuentan los prolongados paros, la persistente producción de cocaína y, más recientemente, la ocupación ilegal de tierras.
Los avasallamientos de tierra son cada vez más numerosos y más violentos. Las organizaciones que ejecutan estas acciones actúan de forma planificada, con información precisa sobre los predios a ser tomados, con vehículos, combustible y armas que no dudan en disparar contra trabajadores, policías —que a veces llegan a tiempo— o periodistas —que ponen en evidencia sus acciones—.
Aparentemente, la sucesión de estos hechos ha llamado la atención del Gobierno. La ministra de la Presidencia, María Nela Prada, dio una posición oficial al respecto: “Rechazamos los avasallamientos porque es un delito de orden penal”.
Sin embargo, las advertencias gubernamentales no afectan el ánimo de los avasalladores, probablemente porque saben que lo dicho ante las cámaras de televisión no se reflejará en acciones concretas que restituyan la seguridad jurídica sobre la propiedad de la tierra. Es más, en el caso Las Londras, se ha denunciado que los acusados del avasallamiento violento, secuestro y tortura que todos conocen son parte de los movimientos sociales afines al MAS, de lo que se puede concluir que actúan con temeridad porque gozan de protección.
El 2 de agosto, en el acto por el Día de la Revolución Agraria Productiva y Comunitaria, celebrado en Ucureña, el presidente Luis Arce afirmó que no se debe “tolerar el avasallamiento y el tráfico (de tierras) venga de donde venga”. Pero días después, en su informe ante la Asamblea Legislativa Plurinacional, omitió este tema que causa honda preocupación.
Así de contundentes suenan también las declaraciones de fiscales que anuncian comisiones especiales para investigar las denuncias. Pálido desempeño del Ministerio Público si se considera que, hasta la fecha, absolutamente todos los casos de avasallamiento están impunes. Y tanto o más penoso es el accionar de la Policía Boliviana, cuyos efectivos fueron agredidos, baleados o humillados y, por todo acto de justicia, solo tuvieron un cambio de destino. Para estos casos se crean aparatosas comisiones que demoran su accionar, pero para otros la Fiscalía actúa con celeridad.
Sin duda, el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) es un agravante del problema. Su director nacional, Eulogio Núñez, anuncia una lucha frontal contra el flagelo y recuerda que el avasallamiento es un delito que contempla penas de tres a ocho años de cárcel; pero, al mismo tiempo, se niega a coordinar acciones con la Comisión Agraria Departamental.
En síntesis, vivimos en un Estado que declara y reconoce derechos, pero no los protege como debería o, por lo menos, en muchos casos, no los hace efectivos. Y esa inacción puede derivar en enfrentamientos de imprevisibles consecuencias.
En un país donde la justicia no funciona, cada quién opta por las acciones que considere pertinentes para preservar sus derechos. La justicia por mano propia no debería ser nunca una alternativa en una nación democrática.
Hablamos de miles de hectáreas legalmente tituladas bajo el régimen de propiedad colectiva; terrenos declarados fiscales, ricos en recursos, que despiertan la ambición de avasalladores que falsifican títulos de propiedad, originan comunidades fantasmas y consiguen avales municipales. Toda una organización delictiva.
Existe el peligro inminente de que la lucha fratricida por la tierra se salde con muertes que pueden y deben evitarse. Es deber del Estado preservar la vigencia de la Ley y el derecho a la vida. Mirar para otro lado es, simple y llanamente, dejar todo a merced de los avasalladores. La tierra no puede ser de quien la avasalla.