Violencia gubernamental o avalancha democrática

A. Germán Gutiérrez Gantier 04/01/2023
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La realización de la Asamblea Constituyente en Sucre desde el 2006 abrió debates de fondo que no fueron resueltos y persisten en Bolivia.

Uno de ellos fue el tema de la capitalidad. Los sucrenses vieron que el mejor momento democrático para cerrar las heridas producidas por la llamada Guerra Federal de 1899-1900, era la Asamblea Constituyente, con el planeamiento del retorno de los poderes del estado a Sucre.

El pedido fue considerado en las comisiones en medio de marchas ciudadanas que recuperaron la calle, antes copada en exclusividad por las huestes masistas.

Sorpresivamente, la abusiva mayoría de asambleístas se negó a considerar el tema en la plenaria, provocando una mayor protesta de los chuquisaqueños, con lo que agravaron las confrontaciones.

Fue una gesta heroíca y solitaria, más allá de recibir alabanzas por la valerosa lucha chuquisaqueña, los apoyos fueron retóricos y poco efectivos. Muchos políticos inescrupulosos utilizaron esas luchas para llevar agua a su molino, sin defender con sinceridad, firmeza y convicción el pedido sucrense.

La protesta se agudizó, ciudadanos movilizados espontáneamente superaron la conducción del Comité Interinstitucional. Los acontecimientos cobraron una velocidad vertiginosa.

Los asambleístas plenipotenciarios y originarios no tuvieron la capacidad de cumplir con su rol histórico: construir un nuevo pacto social y solo atinaron a esperar alelados las instrucciones de sus jefazos. 

En el Teatro Mariscal se armó la parodia, parieron una asamblea sin alma democrática. Después de un tiempo, al no saber responder al mandato que recibieron del voto ciudadano, arropados por militares y policías, en lugar de renunciar por ineptos, fugaron a un cuartel donde el poder político les instruyó aprobar un texto sin siquiera leerlo. Ahí estuvieron protegidos por tres anillos de seguridad, el primero por militares provenientes del interior, el segundo por temblorosos ponchos rojos y el tercero por policías llegados desde diferentes puntos del país. 

Policías apertrechados con armas largas, en contra de lo que manda la ley y comandados por el entonces ministro Rada, el asesino de La Calancha, contribuyeron a sepultar a la Asamblea Constituyente que, en lugar de aproximar las visiones de los bolivianos, terminó provocando el asesinato de tres chuquisaqueños e hiriendo a más de quinientas personas.

La furia de los capitalinos fue incontenible, las fuerzas policiales fueron superadas hasta verse obligadas a huir a Potosí, no sin antes abrir las puertas de la cárcel de San Roque liberando sin ninguna orden judicial a los reos que estaban dentro de ese recinto.

Sucre estuvo sin policía durante varios días, la ciudadanía se autoorganizó conformando grupos de vigilancia vecinal. Lo sorprendente fue que durante ese tiempo no se registraron robos ni se cometieron delitos. La institución del orden no fue extrañada.

Después se recibió el pedido de negociar el retorno de la Policía, una comisión local se dirigió a la localidad de Totacoa, a 17 kilómetros de Sucre, donde se acordó el reingreso policial. Este hecho fue excepcional: la Policía pedía permiso y garantías para su retorno a la ciudad.

La sociedad civil movilizada y autoorganizada dio un ejemplo de orden y tranquilidad, algo que la Policía no lo hizo ni lo hace ahora.

Finalmente, los asambleístas fugados arribaron a la ciudad de La Paz donde cerraron su faena doblando la cerviz ante la nomenclatura política que negoció con el MAS un texto sin tener facultad para ello. De este modo el documento remendado no resolvió el choque de dos visiones de país.

Las diferencias preexistentes de modelos de estado, sociedad y poder político son un problema irresuelto que se mantiene larvado y que de tanto en tanto se visibiliza violentamente. Aquello que no fue resuelto por la Asamblea Constituyente, ahora no es posible que lo haga ninguna autoridad o institución, la herencia dejada por la dirigencia política el 2009, es perversa.

De este modo, se reproducen hechos de violencia alentados por el propio Gobierno, su cultura antidemocrática no admite acuerdos con el contrario, los escenarios del debate democrático solo existen en la formalidad y sirven para catalizar la confrontación adjetiva.

La violencia gubernamental requiere de la policía y cuando esta es rebasada salen a la palestra las Fuerzas Armadas. Progresivamente, el presidente y sus ministros pierden capacidad de resolver problemas propios de su función. Han armado su propia trampa, dependen de fiscales, jueces, policías y militares.

La violencia no cesará. En su lógica guerrerista, sin embargo, cometen un error, se sobrestiman: suponen que el terrorismo de estado es suficiente para mantenerlos en el poder, no se dan cuenta que apresando a varios dirigentes de la oposición permiten a la sociedad civil autoorganizarse en el fragor de la lucha.

La represión gubernamental está confundida, no sabe qué hacer con miles de ciudadanos anónimos que sin organización ni estructura combaten en las calles.

Esos combatientes ponen en jaque a la fuerza uniformada, así ni policias ni militares bastarán para frenar una avalancha democrática nacional. 

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