La violencia existió siempre, igual que la criminalidad. Ambos son males o enfermedades sociales que subyacen en el subconsciente colectivo, en ese que explosiona periódicamente y se vuelve masa sedienta de sangre, diáspora asesina que devora racionalidad a su paso y solo vuelve, o se repliega, a sus orígenes cuando la o las víctimas exhalan su último hálito de vida.
Esa violencia es la que motivó actos de barbarie en los tiempos en que los cuscos, habitantes de la ciudad de ese nombre, se expandían hacia tierras de canas, chancas y collas; la que no solo ayudaba a matar, sino también a devorar pedazos del enemigo cuando este todavía estaba vivo; es la que dio origen a costumbres reprochables como fabricar tambores con la piel de los vencidos o beber su sangre utilizando sus cráneos como vaso.
Se trata de la misma violencia que se arrastró hasta el periodo colonial, cuando los alzamientos degeneraban en crímenes como los cometidos en Oruro tras la sublevación de Sebastián Pagador quien, poco después de su gesta, fue una de las víctimas de los saqueos. Es la que se advierte en las guerrillas que, como Ayopaya y Sica Sica, introducen la antropofagia como una práctica común para frenar el hambre. Es la misma que estalló en 1899 en Ayo Ayo, donde casi una treintena de chuquisaqueños fueron asesinados y descuartizados sin piedad.
Así, sin cambios sustanciales, la violencia llegó hasta nuestros días y se convirtió en linchamiento, en una “justicia comunitaria” inexistente porque es simplemente el rótulo para los asesinatos cometidos por multitudes no a nombre del castigo a los crímenes, sino solo para saciar la sed de sangre. Y se convierte en arma política cuando cabecillas de los “Ponchos Rojos” degüellan perros y los exhiben ante las cámaras advirtiendo que ese es el destino de los opositores, de sus opositores.
Hasta hace poco, esa violencia había sido sectorial, limitada a ciertos segmentos, y, por eso mismo considerada un fenómeno aislado. Pero dejó las comunidades del área dispersa y llegó a las ciudades, a los congresos, a las asambleas legislativas y, de pronto, los recintos destinados a la elaboración de leyes se convirtieron en escenarios del crimen porque el asambleísta que violó a la mujer de la limpieza nos recordó que todo aquello de la igualdad y las leyes de avanzada no eran más que máscaras en un teatro en el que la violencia tenía el papel principal.
Ahora, la violencia no solo tiene carta de ciudadanía, sino que se ha hecho común. Para ciertos violentos, las leyes no cuentan y la Constitución Política del Estado es una idea vaga. Por influencia política, muchos de ellos han sido beneficiados en la justicia, que ha dejado de ser ciega, libre y ecuánime.
Y, dentro del mismo problema, aparece la mal llamada “justicia comunitaria”, que no pocas veces ha servido para amedrentar. Por la masiva crítica ciudadana, los “Ponchos Rojos”, que llegaron a degollar perros, amenazaron recientemente con castigar a sus enemigos políticos, a los que, incluso, ahora encuentran al interior de su propio partido.
La violencia está enquistada en la sociedad desde los propios espacios del poder, cuyos ostentadores son los que deberían dar el ejemplo a la ciudadanía de a pie. Así estamos.