Si los gobernantes cumplieran con las normas de las sociedades en las que mandan, los mártires no existirían.
La historia de la humanidad no es sino la sucesión de las luchas incesantes por controlar el poder. Unos luchan por alcanzarlo y otros, por permanecer en él. En medio del fragor de esas disputas surgen los mártires, aquellos que terminan pagando sus acciones con su vida.
Hoy, por ejemplo, conmemoramos los 213 años de una de las ejecuciones más famosas de la historia de Bolivia, la de Pedro Domingo Murillo y quienes fueron condenados a muerte, junto a él, por haberse rebelado contra la autoridad del rey de España.
El 29 de enero de 1810, Murillo, Antonio Figueroa, Melchor Jiménez, Apolinar Jaén, Ventura Bueno, Juan Basilio Catacora, Mariano Graneros, Gregorio García Lanza, y Juan Bautista Sagárnaga fueron asesinados en La Paz mediante cruentos métodos de asfixia. Unos fueron colgados en la horca y otros sometidos a la pena de garrote, que consistía en hacer girar un torniquete que torcía una cuerda puesta alrededor del cuello del condenado. Una vez muertos, se cortó las cabezas de Murillo y Jaén para exhibirlas en picas, tanto a la entrada a La Paz, en el camino que salía hacia Potosí, como en Coroico. La idea era sembrar el terror y el ejemplo cundió en las demás ciudades, donde los jefes realistas hicieron lo mismo con otros sublevados.
Las sentencias fueron dictadas y ejecutadas por un hombre sanguinario, José Manuel de Goyeneche y Barredo, quien apenas estaba comenzando a desarrollar sus acciones de terror para sofocar las sublevaciones que habían surgido a lo largo del Virreinato del Perú. Un año y medio después, serían sus tropas las que infringirían una dura derrota al ejército combinado rioplatense y peruano encabezado por Juan José Castelli, Antonio Gonzáles Balcarce y Juan José Viamonte en la batalla de Guaqui. Los resultados de esa acción bélica, que fueron desastrosos para los patriotas, motivaron que Goyeneche reciba el título de conde de Guaqui.
Los ejecutados en La Paz no fueron ni los primeros ni los últimos en ser eliminados físicamente. Desde Atahuallpa, a quien se ejecutó con garrote, hasta Murillo, decenas fueron los muertos, y muchos de ellos con una perversidad injustificable, como ocurrió con José Gabriel Condorcanqui y Julián Apaza.
Todos ellos fueron mártires, pues murieron como consecuencia de sus acciones contra la corona española. Pero no solo se actuó en contra de los líderes, sino también contra colectividades enteras. Es célebre lo sucedido el 27 de mayo de 1812 en la colina de San Sebastián, donde las tropas encabezadas por Goyeneche masacraron a mujeres, ancianos y niños.
La posterior derrota y expulsión de los realistas no le puso final a la historia de los mártires porque las luchas políticas prosiguieron, ya no contra el europeo sino entre nosotros. El crimen político se convirtió en un elemento predominante de nuestra historia y muchos fueron quienes murieron por ello.
En 1956, Moisés Alcázar publicó un libro, incompleto entonces, con el título de “Páginas de Sangre”, en el que enumeraba algunos asesinatos. Siete años después se presentó la obra completa con el título de “Sangre en la historia”. En ella se puede leer cómo murieron, entre otros, Pedro Blanco, Eusebio Guilarte, Manuel Isidoro Belzu, Mariano Melgarejo, Agustín Morales, José Manuel Pando, Gualberto Villarroel y Óscar Únzaga de la Vega. Muchos no podrían llamarse mártires, pero sí fueron víctimas del odio político.
Ese odio no se ha acabado. A la lista de Alcazar hay que sumar a Luis Espinal y Marcelo Quiroga Santa Cruz, y a víctimas del narcotráfico como Noel Kempff Mercado y Edmundo Salazar.