Para que una sociedad funcione de manera efectiva y sin caer en el caos, es preciso que cuente con leyes. La normativa legal es la que ayuda al buen funcionamiento del país, siempre y cuando esta se aplique de manera igualitaria. Eso quiere decir que no debería haber privilegios y la ley tendría que aplicarse a todos por igual. Un país entra en crisis cuando la ley no se aplica o se lo hace de manera diferenciada.
De todos es sabido que las leyes obligan por igual. Cualesquiera sean las materias de que traten, nadie en una comunidad civilizada puede considerarse racionalmente al margen. Las hay, por supuesto, siempre hablando de leyes, las de fines específicos que solo alcanzan a actores y circunstancias muy particulares. Pero sobre éstas no es el propósito hacer mayores consideraciones en este siempre breve espacio editorial de todos los días.
Pero las leyes, para que su obligatoriedad no sea cuestionada, tienen necesariamente que reunir características indispensables de pleno. También resulta un tanto machacón puntualizar las predichas características. No obstante, nunca estará demás puntualizarlas en previsión de los frecuentes abusos que se hace confiriendo rango de leyes hasta a lo que se cocina en trasfondos de los que lo menos que se puede decir es que son dudosos en extremo.
En primer lugar, las leyes —invariablemente— deben proceder de instancias competentes, ya sean personales o colectivas. Nadie, sin incurrir en faltamiento grave contra la institucionalidad, por mucho poder que suponga concentrado en sí mismo, puede arrogarse la facultad de dictar leyes que afecten al bien común o a los intereses supremos del Estado. El camino de las leyes tiene que llevar la señal de la fuente idónea y calificada que le imprime vida.
Expresamente están marcadas las fuentes de las leyes. Y si se acepta o se reconoce la obligatoriedad de aquellas leyes que, llamadas de excepción, suelen aparecer en circunstancias críticas, sociales, políticas o administrativas, pues su inaplicabilidad es susceptible de ser demandada y exigida tan pronto se superan las causas excepcionales. En definitiva, la perennidad de las leyes es propia, únicamente, de normas que, al margen de toda contingencia, apuntan al bien común de las personas y del Estado.
Con frecuencia, particularmente en nuestro país, luego de una ruidosa poblada en que participan más ebrios que sobrios, más inconscientes que conscientes, aparecen disposiciones surgidas de tugurios y de mentalidades turbias de alcohol y de absoluta y condenable inconsciencia. Y no constituye ninguna rareza que de estas disposiciones, nulas sólo por lo espurio de su origen, se trate de hacer una norma o más propiamente dicho, una ley con curioso peso específico.
Nuestro país, eso lo hemos sabido desde siempre, es, si no el más, uno de los más y mejor o peor dotados de normas escritas. Siendo tan pocos y tan limitados en nuestra vida de relación, no deja de constituir una curiosidad que tengamos tan frondosos cuerpos de leyes y la mayoría de ellos obsoletos y por consiguiente inaplicables. Pero allí los tenemos como confirmación de nuestras debilidades gimnásticas desde el comienzo de los años.
Y tenemos, como contrapartida, un abundante registro de métodos efectivos para burlar las leyes. Y es que, con tantas leyes a cuestas, entre nosotros cuadra aquello de hecha la ley, hecha la trampa. Con ese criterio es que la ley se aplica solo contra los vulnerables, contra aquellos que no pueden hacer nada para impedirlo, mientras que los poderosos, aquellos que tienen el dinero para pagar jueces y fiscales, o el cargo o influencias que les permite convertir a la administración pública en su hacienda, generalmente se ponen a salvo y, así, la ley no les alcanza.