Por fin, una gran mayoría de los ciudadanos ha empezado a comprender que no vivimos en una democracia. El régimen actual no cumple ni los criterios aceptados por la ciencia política, ni los estándares fijados por los organismos especializados en la medición de la democracia. Falla completamente en la separación de poderes, en el ajuste de los órganos del Estado a las leyes, en el respeto a las garantías y derechos de los ciudadanos, en la administración de justicia, en el respeto a la neutralidad de las entidades que deben garantizar elecciones justas o el derecho al reclamo y la protesta.
Varios hechos de masas han puesto de manifiesto la voluntad ciudadana de retornar a un régimen democrático con vigencia del Estado de derecho. Por ejemplo, las movilizaciones en contra de un nuevo código penal, las demandas por el cese de la persecución judicial de opositores y, más recientemente, las demandas por un necesario censo de población y por la libertad de un gobernador secuestrado y de más de un centenar de civiles y militares que salieron en defensa de la Constitución en 2019. Se podría añadir las largas filas para firmar a favor de un referéndum por la reforma de la justicia.
A estas demandas se han sumado las legítimas aspiraciones de las regiones, de recuperación de los recursos que les han sido confiscados en los últimos quince años mediante mecanismos administrativos, y el deseo legítimo de que las leyes que crearon descentralización y autonomía sean cumplidas. La negativa del régimen ha facilitado la emergencia de consignas más radicales.
Las movilizaciones han cobrado fuerza. Nadie esperaba que el paro regional que protagonizó Santa Cruz en demanda de un censo y la garantía de la aplicación oportuna de sus resultados adquiera las dimensiones y la duración que tuvo ni que las expresiones de solidaridad en todo el país sean tan abundantes. Los cabildos simultáneos de la semana pasada han dejado claro que hay una ciudadanía que no está dispuesta a permitir más atropellos.
Es indudable que en el decurso de las movilizaciones se mezclan objetivos, visiones y expectativas diferentes: demandas nacionales de la mayor relevancia, reivindicaciones sectoriales y locales y, a veces, propuestas exageradas de pequeñas minorías sin ningún arraigo en los sentimientos de la mayoría ciudadana. Esa mezcla de propósitos tiene que ver con los grandes protagonistas de las protestas ocurridas desde enero de 2020, es decir, los comités cívicos, algunos gremios profesionales y territoriales y los ciudadanos autoconvocados, que en algún momento actuaron como plataformas. No ha faltado alguna entidad ad-hoc que pretende capitalizar sin éxito las luchas antidictatoriales de inicios de los años 80.
Sin embargo, hay que entender que una cosa es que las multitudes expresen incomodidad o desasosiego con el estado de cosas y otra muy diferente, que puedan canalizar sus voluntades de manera tal que logren provocar cambios en las decisiones. Es decir, una cosa es protestar y otra es hacer política.
Entonces, esa inmensa masa de ciudadanos descontentos con el régimen, hoy mayoritaria, precisa de un instrumento que les permita agregar sus voluntades y generar presión política propiamente dicha. Ese instrumento es un partido político o una agrupación de partidos.
No existe ninguna posibilidad real de que los comités, los gremios profesionales, las plataformas y los innumerables grupos ciudadanos espontáneos regados por todo el país formen un partido político digno de ese nombre en el breve plazo. No sólo algunos de ellos aborrecen equivocadamente la sola mención de los partidos, haciéndose eco de la idea posicionada por el MAS de que éstos “no sirven”. La ley de organizaciones políticas ha establecido requisitos exagerados para la constitución de partidos y agrupaciones ciudadanas con la finalidad de reducir la competencia política al MAS. Por si fuera poco, los ciudadanos “autoconvocados” y las plataformas están enfermos de espontaneísmo, faccionalismo y caudillismo.
Tampoco es creíble la hipótesis de que los partidos se fundan en una sola entidad. Tienen diferencias, pero no son tan sustantivas como ellos mismos creen. He comparado los programas de los partidos democráticos y he encontrado que tienen un alto grado de coincidencia, lo que debería acercarlos. Sus diferencias más importantes no están en el plano doctrinario, sino en la ausencia de una tradición de pactos de largo plazo y de los mecanismos para lograrlos. Hay que añadir las alergias interpersonales que alejan a unos líderes de otros, y un marcado déficit de operadores políticos.
Por consiguiente, lo posible y alcanzable es la generación de una convergencia, es decir, de un pacto acordado sobre la base de unos principios políticos esenciales, un programa mínimo de políticas y unas reglas de juego que permitan el manejo de esa convergencia, la superación de los obstáculos legales y la formación de una plancha de candidatos que generen en la ciudadanía la convicción de que infligir una nueva derrota al MAS es posible. La nominación de candidatos a todos los puestos electivos es crucial y no debería ser dejada al juego de los oportunismos. Habría que decidir unas reglas previas para la nominación de todos los candidatos, así como el compromiso firme de apoyarlos.
Un último apunte: a lo largo de la historia en Bolivia han emergido fuerzas que han impedido la instalación plena de la democracia y sus instituciones, así como de la economía de mercado. La combinación estable de democracia y economía de mercado es la fórmula esencial para elevar el bienestar de las masas, con total independencia de su condición étnica o su religión. Por este motivo, y ante la gravedad de los daños económicos, políticos, legales, institucionales y morales provocados por el MAS, es imperioso que la convergencia sea concebida como un esfuerzo de largo plazo, para generar un régimen duradero que sea capaz de restaurar la democracia y la economía de mercado, blindarlos ante sus enemigos y comandar el destino del país durante un larguísimo plazo.
Nada menos.
* El autor pertenece a la Plataforma Uno, que promueve el debate plural pero no comparte necesariamente los puntos de vista de quien escribe este artículo.