El departamento de Oruro conmemora su efeméride este viernes, es decir, la sublevación de los indios y criollos que habitaban la villa de San Felipe de Austria en contra de su corregidor y lo que él representaba: la corona española.
No faltan autores que califican al alzamiento de Oruro del 10 de febrero de 1781 como la primera gesta libertaria de América debido a que la fecha es anterior, con 27 años, al inicio de la Guerra de la Independencia en el territorio de los virreinatos del Perú y del Río de la Plata.
Ante esa corriente, otros historiadores han respondido que hubo alzamientos anteriores, como el de José Gabriel Condorcanqui, que asumió el nombre de Tupaj Amaru, en noviembre de 1780 y aún otro que se produjo antes, en territorio hoy boliviano, el de los hermanos Katari, en Pocoata, el 24 de agosto de ese mismo año.
En el debate, los estudiosos orureños replican que las primeras señales del carácter revolucionario de su pueblo datan de 1739, con el Manifiesto de Agravios de Juan Vélez de Córdova, y no falta quien intenta encontrar conexión entre esos aprestos y el alzamiento de Sebastián Pagador, 42 años después. Empero, solo hay acuerdo entre la posible conexión entre la rebelión de Condorcanqui y los sucesos de Oruro de 1781.
Más aún, habrá que apuntar que, si de orden cronológico se trata, la historia del territorio hoy boliviano registra antecedentes anteriores como, por ejemplo, el de Alejo Calatayud, en Cochabamba, en 1730, o los de Alonso Yáñez y Chaki Katari, en Potosí, en 1617 y 1545, respectivamente. Y, si se trata de ir más lejos, encontraremos la que probablemente es la rebelión anti-española más importante de la historia, por lo menos por su duración —36 años—: la de Manco Inca, en Cusco, el 3 de mayo de 1536.
Por ello, en lugar de enfrascarnos en debates, veamos la importancia que tuvo el alzamiento del 10 de febrero de 1781:
En la víspera del 10 de febrero de 1781, ante las noticias de una invasión supuestamente relacionada con Amaru, el corregidor de Oruro, Ramón de Urrutia, ordenó replegar las tropas realistas, compuesta en su mayoría por indígenas.
Por otro lado el pueblo, que vivía agobiado por las obligaciones tributarias, los abusos de las autoridades españolas y la decadencia minera, aprovechó esta situación y el 10 de febrero de 1781 salió enardecido a las calles ante el repique de las campanas de las iglesias y por la noche, en medio de la confusión, grupos exaltados asaltaron e incendiaron las residencias de los españoles.
Entre los sublevados se encontraba Sebastián Pagador Miranda, sargento mestizo considerado el principal caudillo de la rebelión, quien el 9 de febrero se dirigió así a un gentío compuesto de indígenas y criollos: “En ninguna ocasión podemos mejor dar evidentes pruebas de nuestro honor y amor a la patria, sino en ésta. No estimemos en nada nuestras vidas, sacrifiquémoslas, gustosos en defensa de la libertad, convirtiendo toda la humanidad y rendimiento, que hemos tenido con los españoles europeos, en ira y furor y acabemos de una vez con esta maldita raza”.
Estas palabras exaltarían aún más los ánimos de los rebeldes, que derivaron en la gesta del 10 de febrero y la proclamación de nuevas autoridades en un cabildo abierto. La insurgencia fue sofocada a los pocos días pues los indígenas que formaron parte de la misma prosiguieron con los asaltos a las viviendas y, en uno de ellos, el 13 de febrero de 1781, mataron incluso al propio Pagador en momentos en que protegía los caudales de la Caja Real de la villa junto a su compañía de milicianos.
Muerto el líder de la rebelión, fue fácil que los chapetones la sofocaran.