Tres han sido los gestos bolivianos a raíz de la crisis peruana. Primero, el presidente Arce se jugó -con sus pares de Argentina, Colombia y México- por Castillo, instando a las instituciones peruanas a no revertir el resultado de la voluntad popular. Los presidentes nada dijeron de los aprestos fujimoristas del expresidente Castillo, pero pidieron la aplicación de la normativa americana de derechos humanos.
Luego, el presidente Arce sugirió que Perú ha perdido la democracia (“que su pueblo debe rescatar”), recibiendo la enérgica protesta limeña, respondida por la cancillería boliviana rechazando toda “insinuación” (?) de injerencia. Finalmente, el embajador de Bolivia en la OEA, el exministro Héctor Arce, pidió para el Perú un Grupo interdisciplinario de expertos independientes (GIEI) como el que la CIDH destinó a Bolivia para indagar la violencia de noviembre de 2019, cuando Evo dejó la presidencia.
En el Perú, el proyecto plurinacional parece tener la adhesión del sur. Las cifras dan cierta idea: The Economist revela que el 70% de la gente está a favor de una Constituyente. Esa mayoría puede implicar un terremoto y el advenimiento de un régimen como el boliviano (o, en el extremo, uno de Antauro Humala), pero también puede expresar un simple hastío de la política peruana, aún sin perfil programático.
Como en sus demás relaciones exteriores, el Gobierno boliviano apostó a su afinidad con Castillo. Rizando el rizo, se infiere también que Arce calcula que Boluarte es muy resistida (79% de los peruanos encuestados opinan que debería renunciar) como para que enfrentarse a ella implique algún riesgo (incluso la OEA ha señalado su preocupación por “el uso excesivo de la fuerza policial…” en el Perú).
La posición boliviana devela otros tics: el primero, pensar que el futuro suramericano es ineluctablemente plurinacional, modelo del cual Bolivia solo sería un caso avanzado y ejemplar, sin atender a contraejemplos como el chileno, que deja ver otro rumbo. La noción de progreso de la región estaría así sujeta a los moldes de la política boliviana, que es la que dicta qué es apropiado para el futuro de las naciones y qué no, sin preguntar a los concernidos.
El segundo tic es que el Gobierno de Bolivia hace eco de parte de su base electoral. Por ejemplo, en el mundo aymara hay sintonía con la suerte del sur peruano e indignación por las muertes. Sobrerreaccionando, el Congreso peruano, con una imagen negativa de película, declaró persona non grata a Evo, lo que no es un demérito para su audiencia.
La situación de Perú no es fácil. Y porque Bolivia es su país fronterizo, no puede instalarse tan cómodo como México en el boato retórico. Las relaciones boliviano-peruanas podrían afectarse si el cálculo falla. Es delicado que Bolivia transmita la sicología -ya que no la acción- de una nación expansionista que tenga por propios a los ciudadanos del sur peruano.
En Bolivia estamos chochos con todos los que dan clases de comportamiento, pero ese no es el caso de otros países, más celosos que nosotros de dirigirse ellos a sí mismos. La mención al GIEI inhibe a Bolivia de jugar un rol componedor y se basa en el supuesto de que Perú no se bastará para resolver sus problemas y determinar responsabilidades por las muertes.
En un tiempo en el cual hay Estados que se entrometen en la vida de otros a título de defender a poblaciones afines, no hay por qué espolear la sensibilidad peruana. Nuestro interés es tratar con el Perú, no con un partido o un individuo, ni contestarle a algún político peruano que lance un dislate. Existe y existirá un Estado peruano, con el cual nos interesa mantener buenas relaciones.
Ahora que Evo juega a libertador de Puno, en Chile, por ejemplo, no falta quien se pregunta qué hubiera pasado con las relaciones entre los tres países, si Bachelet le daba a Evo una salida al mar al norte de Arica.
Más que apostar a ganador, a Bolivia le quedaría mejor mostrar su solidaridad con el Perú y su adhesión a la necesidad de observar los derechos humanos. Sería menos heroico, pero más atinado.