Los últimos meses han estado plagados de noticias de tomas ilegales de tierras, tanto en el oriente como en el occidente del país.
El caso más sonado del año pasado fue el de Las Londras pero, al cerrarse, también alarmó el del predio Santagro, donde un grupo criminal abrió fuego contra trabajadores. La recurrencia de estos actos —y sus denominadores comunes— confirman que no son hechos aislados, sino que son parte de un vasto plan del que forman parte las cada vez más frecuentes y numerosas denuncias sobre los asentamientos irregulares tanto en áreas que son de propiedad privada como en las que, por estar catalogadas como reservas forestales y ecológicas, están vedadas para el uso agrícola.
Lo que hace más alarmante el problema es que no son solo campesinos sin tierra de las zonas orientales afectadas los que incurren en la usurpación de tierra, sino que la consigna ha sido asumida también por campesinos de otras regiones, incluido el sur del país. Según declaraciones de sus dirigentes, son más de 250 mil las familias que desean “conquistar” violentamente las tierras que les faltan. Y, aunque muchos dirigentes, conscientes del peligro que entraña la vía de la violencia, se muestran dispuestos a apaciguar los ánimos y a negociar, son también muchos, desgraciadamente, los que ven con entusiasmo la posibilidad de desencadenar una “guerra justa”, aún a costa de muchas vidas, incluso de niños que ya están siendo cobardemente utilizados como escudos vivos.
Los motivos que impulsan estas personas a reclamar tierras son comprensibles. Después de todo, no se puede olvidar que la lucha por la tierra nace en los albores de la humanidad y es una de las causas de guerra más comunes. Sin embargo, tan cierto como eso es que precisamente para evitar que los conflictos de interés entre grupos humanos sean resueltos con sangre y muerte de por medio, toda sociedad humana ha concebido leyes que regulan la conducta de sus miembros.
En este caso, está en plena vigencia —además de todo el andamiaje legal que señala los límites entre lo que es admisible y lo que no lo es— la Ley INRA, cuya razón de ser consiste en resolver de buena manera los muchos problemas que alrededor de la posesión de tierras aún están pendientes en Bolivia.
Es innegable, por otra parte, que esa ley ha tropezado con innumerables obstáculos para su efectiva aplicación. Uno de ellos es la fatal combinación de negligencia, ineptitud y mezquindad que guió muchos de los actos de la anterior gestión gubernamental, la que hizo todo cuanto pudo para entorpecerla y a punto estuvo, incluso, de eliminarla. Pero desconocer las leyes, por imperfectas o mal aplicadas que estas sean, es el peor de los caminos. Lo que corresponde es perfeccionarlas y, si hace falta, sustituirlas, pero siempre siguiendo los canales institucionales.
Lamentablemente, como si los factores propios de la complejidad del país no fueran suficientes, ese camino es entorpecido por situaciones ajenas que se suman para abonar el terreno de la violencia. Entre ellos figuran muy poderosos intereses que, aprovechándose de la angustia de miles de campesinos, buscan denodadamente canalizar el potencial conflicto hacia un evidente proyecto político.
Es de esperar que el actual gobierno no espere que el asunto alcance dimensiones incontrolables antes de hacer algo al respecto. Tendrá que hacer prevalecer, por una parte, el principio de autoridad, y, por otra, tomar, con la agilidad y eficiencia que el caso requiere, las medidas necesarias para satisfacer aquellas demandas campesinas que por ser justas y razonables pueden y deben ser atendidas.