Un día como hoy, hace 71 años, se producía uno de los acontecimientos que más profundamente marcó la historia contemporánea de Bolivia. Ese día, el 9 de abril de 1952, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) encabezó una insurrección popular victoriosa. Logró imponer así, por la fuerza de las armas, lo que antes había conquistado con la legitimidad de las urnas.
Rememorar lo ocurrido en hace más de siete décadas es siempre importante. Porque nunca están de más las lecciones de la historia y porque, en tiempos como los actuales, los criterios de inclusión que acompañaron al proceso revolucionario del ‘52 se constituyen, ahora, en una de las bases de un gobierno que se proclama inclusivo y de las mayorías.
En aquel año, el profundo cambio estructural que se produjo en el país no fue producto del azar del destino: fue la culminación de un muy largo proceso durante el que fueron madurando las condiciones para que las estructuras económicas, políticas y sociales sufran un profundo remezón.
La revolución del ‘52 fue posible porque la demanda colectiva de cambios fue hábilmente interpretada y satisfecha por un conjunto de líderes intelectuales y políticos que supieron ponerse a la altura del desafío que les planteó su país y su tiempo. Se dotaron de un cuerpo ideológico y doctrinario sólido, dieron las respuestas que la gran mayoría de la sociedad esperaba y construyeron una organización política capaz de llevar a la práctica lo que les decía la teoría. Tal conjunción dio como resultado una exitosa fórmula política que se impuso, con toda legitimidad, en las urnas.
En contrapartida, hubo unas élites adormecidas, insensibles a los sentimientos, resentimientos, ideas y voluntades que maduraban a su alrededor y creyeron que dar la espalda a la historia bastaba para evitar que ésta pase por sobre sus comodidades. Pretendieron detener la avalancha que se les venía encima a través de la violencia, desconociendo la voluntad popular expresada en elecciones democráticas, con lo que cerraron la posibilidad de que el ya inevitable cambio transcurra por vías pacíficas.
La violencia política que una vez desencadenada no se pudo contener y el afán de eliminar cualquier vestigio de oposición fueron algunas de las peores consecuencias. El MNR, acicateado por la facilidad con que sus adversarios llevaron su resistencia al terreno de las acciones de hecho, se dejó caer en la tentación totalitaria, con lo que se inauguró una época tenebrosa de la historia, con campos de concentración, todo tipo de excesos y abusos y con la conculcación de los derechos y libertades básicas de las personas.
De poco sirvieron los afanes de las nuevas élites revolucionarias para perpetuarse en el poder. Ni fraudes en las elecciones, ni censura de prensa, ni persecuciones políticas pudieron dar a sus promotores el poder total al que tanto aspiraban.
Finalmente, el MNR tuvo que dar un paso al costado para que nuevas fuerzas políticas asumieran el papel que la historia le había asignado a esa organización política. El actual estado de cosas permite evidenciar que ese partido no pudo terminar su tarea porque se dejó llevar por los apetitos personales de sus líderes que, al final, aparecieron todos con su propio partido.
De esa manera, el MNR —que llegó a ser el partido más importante en la historia de Bolivia— se dividió, se atomizó y no fue más que un remedo de sus tiempos de gloria. Hoy en día está sometido a la misma marginalidad en la que conviven las fuerzas de oposición.
La historia sirve para no repetir los errores del pasado. Si el MAS se mira en el espejo del MNR, entenderá qué es lo que le puede esperar en el futuro, de no dar un giro significativo en su accionar político.