Hay que admitir que Lidia Patty es, o aparenta ser, una mujer poderosa. La Fiscalía baila a su ritmo y, a su pedido, ha cambiado los tipos penales por los que son investigados Luis Fernando Camacho y Marco Pumari, lo que podría darle otro giro a los casos que les involucran.
En los hechos, eso quiere decir que la detención preventiva de los dos excívicos se va a prolongar por todavía más meses. Si sumamos a eso el aparato policial desplegado para la captura de ambos, llegaremos a la conclusión de que nunca se movilizó a la justicia como para atrapar, primero, y escarmentar, después, a dos personas como en estos casos.
Y mientras eso pasa en un nivel de la justicia boliviana, el de las venganzas y ajustes políticos, en otros niveles se presentan injusticias que la Fiscalía simplemente ha dejado pasar, como si no fueran delitos.
Los aportes “voluntarios” de dinero obtenidos de los propietarios de negocios, bajo amenaza de violencia, han sido una de las fuentes mayores de ingresos de las familias mafiosas de EEUU en las primeras décadas del anterior siglo.
Extorsión es el nombre de esa práctica que ha sido la más común y confiable perpetrada por los criminales, en todas partes, puesto que implica poco riesgo y puede ser muy lucrativa si se aplica a quienes corren riesgos de perder más de lo que les exige pagar.
Eso es lo que ocurrió durante años en Potosí, donde los propietarios de hoteles ubicados en las orillas del Salar de Uyuni pagaron montos crecientes de dinero a dirigentes de la comunidad de Colchani.
Lo último que se les pidió fue 35.000 dólares por hotel, como “deuda acumulada”, y, como no recibieron esos pagos, allanaron tres hoteles y bloquearon las vías de acceso impidiendo así la salida y llegada de los turistas que viajaron allá por Semana Santa.
Las redes sociales viralizaron los abusos y los hoteleros afectados denunciaron que eran víctimas de extorsión.
Para la Viceministra de Turismo, Eliana Ampuero, esos hechos “responden a acuerdos incumplidos entre empresarios y comunarios de Colchani” mientras que, para la fiscal de Uyuni, Pamela Bazán, ante cuyos ojos pasaban estas cosas, no había delito, puesto que nunca admitió las denuncias presentadas en ese sentido.
Cuando ocurrió el bloqueo de Semana Santa, y uno de los propietarios presentó una denuncia, Bazán pidió “complementación” y su resolución en ese sentido es prácticamente una llamada de atención para quien la presentó.
Finalmente, tuvo que ser la propia fiscal Departamental de Potosí, Roxana Choque, quien instruyera la apertura de una investigación puesto que la de Uyuni mantuvo su “liberalismo judicial” hasta el final, en una actitud que bien puede calificarse como incumplimiento de deberes.
Lo que vemos, entonces, es que, por una parte, se desata una persecución sañuda en contra de personas a quienes se acusa de delitos de manera desordenada y con escaso justificativo técnico-jurídico, pero, por otra parte, se permite la comisión de delitos a niveles que, como se ha apuntado, solo pueden equipararse con las prácticas mafiosas de hace un siglo en Estados Unidos.
No es la única actividad delincuencial que se perpetra en Bolivia, de manera recurrente, por grupos organizados para quienes no rige el imperio de la ley, como los avasalladores de tierras comunitarias, fiscales y de propiedad privada. Para estos no se movilizan ni la Policía ni la Fiscalía.
Es obvio que en el Ministerio Público existe un enorme embudo, ancho para unos y angosto para otros, en cuanto a la aplicación de la ley se refiere. Lamentablemente, para pesar de los bolivianos, la circunferencia de ese embudo está fuertemente influenciada por la política partidaria.