Aunque haya pasado desapercibida, ayer se recordaron los 29 años de la promulgación de la Ley de Participación Popular en Bolivia. Ocurrió cuando estaba en el gobierno un partido distinto al actual, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), con larga tradición histórica, aunque el Movimiento Al Socialismo (MAS) también viene construyendo su propio camino hace casi 20 años.
Precisamente por tratarse de gobiernos opuestos, el aniversario 29 de la Participación Popular no ha sido motivo de celebraciones ni de recordatorios importantes. No obstante, se trata de un hito que, con el correr de los años, tuvo como principal mérito el permitir que la gente decida el destino de los recursos provenientes de los impuestos, aunque su mayor sombra fue el mal uso que de ellos hicieron algunos alcaldes y concejales.
El 20 de abril de 1994 se puso en vigencia la Ley 1551, de Participación Popular, un hecho histórico que bien merece ser recordado, pues el tiempo desde entonces transcurrido da suficientes elementos de juicio para valorar en su justa dimensión lo mucho que significó esa medida en la historia contemporánea del país. Fue la base de una serie de reformas en la estructura económica, política y social de Bolivia, la mayor parte de las cuales no fueron —y aún hoy no son— suficientemente valoradas.
Entre las muchas consecuencias positivas que la Participación Popular trajo consigo, se destaca el haber iniciado un proceso de desconcentración del poder que hizo posible la incorporación de amplios sectores de la población en la toma de decisiones de interés colectivo a través de los gobiernos municipales. Como se recordará, hasta 1994, el territorio nacional contaba con 186 radios urbanos donde se elegían autoridades, pero solo 24 municipios de ciudades capitales y urbes intermedias recibían recursos. Ahora, son más de 400 los gobiernos municipales que manejan sus propios recursos.
La Ley de Participación Popular sentó también las bases de muchas de las tareas que aún ahora están en proceso de maduración. La participación de pueblos indígenas, campesinos, y la ampliación de las competencias de los municipios, que asumieron responsabilidades en temas relacionados con la salud, educación, deporte, cultura y caminos, entre otros, dieron un formidable impulso al fortalecimiento de los derechos y obligaciones de amplios sectores de la ciudadanía que hasta entonces tenían un rol pasivo en sus relaciones con el Estado.
Tan profundos cambios no fueron debidamente comprendidos por quienes por aquel entonces actuaban desde la oposición. Desde quienes la calificaron como “ley maldita”, hasta los que temieron que su éxito tenga consecuencias adversas sobre sus expectativas electorales, muchos coincidieron en el afán de entorpecer, cuando no sabotear, la aplicación de la Participación Popular. La mezquindad de quienes heredaron la tarea de darle continuidad al proceso fue, sin duda, una de las causas de que los resultados obtenidos no hayan sido todos los que se podía esperar.
No fue un simple proceso de desconcentración de los recursos y de las decisiones sobre qué hacer con ellos, sino también de darles voz a sectores hasta entonces marginados de la sociedad a través de la constitución de las organizaciones territoriales de base (OTB), entendidas estas como comunidades campesinas, pueblos indígenas y juntas vecinales.
Precisamente por su importancia es necesario recordar esta medida, que se constituye en un ejemplo de los profundos cambios que se puede realizar no solo respetando, sino reforzando los límites de la legalidad democrática.
Retomar ese camino, recuperar los aciertos del pasado y proyectarlos hacia el porvenir, junto con las políticas públicas del nuevo milenio, bien pueden ser la base de una propuesta de futuro para el país.