Resulta imposible permanecer impávido a la vista del escándalo de los curas pederastas y el encubrimiento de algunas instancias a tan deplorables hechos y, lo menos que cualquier ciudadano exige es el esclarecimiento y castigo de esos delitos; aunque, obviamente, todo ese procedimiento debe estar sujeto al imperio del Derecho. A propósito, el filósofo Italiano Gianni Vattimo escribió que, ante esos casos, resulta imposible que no aparezcan nuestras ideas acerca del bien y del mal.
Y es que si bien esos hechos son absolutamente reprochables, tratándose de sacerdotes, esa reprochabilidad se multiplica y con base a ella es que se construye la culpabilidad en la ciencia del Derecho Penal: cuanto más reprochable sea una conducta, habrá mayor grado de culpabilidad y, por tanto, más punibilidad.
En un Estado sujeto al imperio del Derecho, esas aberrantes conductas merecen el mayor castigo, condicionado al cumplimiento del Debido Proceso. La CPE es taxativa cuando sujeta al respeto de aquella macrogarantía para la imposición de cualquier tipo de sanción. De esa manera es que el Constituyente trata de evitar que ante hechos de tal entidad, como los que están mereciendo unánime reprobación ciudadana, la urgente y correcta aplicación del Derecho Penal quede deslegitimada: se trata de hacer justicia y no de tomar venganza o revancha. Roxin lo describió magníficamente: “Un Estado de Derecho debe proteger al individuo no solo mediante el Derecho Penal, sino también del Derecho Penal”.
Pues bien, siempre desde la óptica del Derecho, existen algunos interesantes aspectos a dilucidar y, en su caso, superar. Esas recientes denuncias a muchos sorprenden por su oportunidad: ¿Por qué no se las hicieron antes, en vida de los denunciados? Es una de las preguntas lógicas que surgen, sin que implique en sí misma un reproche. Otro elemento de importancia es que, más allá de los apasionamientos con que la mayor parte de los mortales nos acercamos al tema, es evidente que legalmente resulta imposible castigar a quienes ya han fallecido, pues el Derecho Penal se aplica solo a personas vivas, no a muertos; aunque sí podría ser de interés de las víctimas que están apareciendo que por lo menos esos hechos se investiguen, como alguna forma de reparación.
Cabrá también esclarecer si existen responsables vivos del delito de encubrimiento, en cuyo caso habrá que despejar durante la investigación si esa información fue en todo o en parte conocida bajo secreto de confesión, pues ese tipo penal (art. 171 del CP) describe la conducta punible para cuando, después de haberse cometido un delito, sin promesa anterior, se ayudare a eludir la acción de la justicia u omitiere denunciar el hecho, estando obligado a hacerlo. Se trata de una suerte de excusa absolutoria legalmente establecida no solo a favor de los sacerdotes, sino que aplica también a muchas otras profesiones como los abogados, periodistas (tiene que ver con el secreto de fuente) o los psicólogos en razón, precisamente, a la naturaleza del ejercicio de su profesión. Si en tal función la persona se entera de un hecho de tal entidad, no puede salir corriendo a denunciarlo salvo que, en juicio, sea expresamente liberado del secreto por el interesado. Si ya falleció, eso resulta imposible.
Con todo y para evitar tergiversaciones que están abundando en las RRSS –perfectamente comprensibles, por cierto– convengamos que desde la ciencia del Derecho Penal es saludable, a la vista de lo ocurrido, por mucho que haya pasado mucho tiempo y aparezca algún denunciante extremadamente imbuido de indisimulable resentimiento hacia su exorden, que esos hechos se investiguen, por mucho que no se puedan ya castigar y, en la medida que las víctimas directas, precisamente para evitar revictimizarlas, así lo decidan. El Estado no puede sobre poner el ‘ius puniendi’ a su voluntad.
Lo que implica que, a esos fines, es imprescindible que la investigación en curso sea completamente objetiva, huyendo de intereses y resentimientos personales o partidarios, como está empezando a ocurrir, inocultablemente. No contribuyen al noble propósito de esclarecimiento de los hechos dislates como la indebida e injusta generalización que se hace del sacerdocio (más allá de que la pederastia sea uno de los graves temas de la Iglesia, a nivel universal, a resolver) y peor la injusta y desproporcionada estigmatización de la Compañía de Jesús, pese al repugnante comportamiento de algunos de sus miembros.
Ignorar lo que la Iglesia y la obra de la Compañía de Jesús han hecho y hacen de bien para la ciudadanía es de ignorancia supina. Plantear por ejemplo la intervención de los colegios jesuíticos o hasta la expulsión de la orden muestra el deplorable y peligroso grado de distorsión que se está pretendiendo interesadamente dar a esos hechos, utilizándolos con enorme mala fe e inocultable sed de venganza y hasta odio. Ojalá que la administración de justicia, esta vez, dé la talla haciendo de dique de contención de tales distorsiones, pues: “Cuando la política entra por la puerta de los tribunales, la Justicia sale disparada por la ventana” (Carrara).