Los reportes sobre asesinatos de mujeres tipificados en la legislación boliviana como feminicidios no hacen más que ir en aumento. Entre las siempre crecientes cifras policiales está el hecho de que en Potosí, por ejemplo, ya se registraron seis en lo que va del año.
Precisamente en la Villa Imperial, hace apenas unos días, se dictó una sentencia condenatoria en contra de Oswil Josué Philco Montenegro, a quien se encontró culpable de haber asesinado a su esposa, Pamela Rocha, para luego intentar descuartizarla con el fin de que desaparezcan las evidencias del crimen.
El descuartizamiento —que es una causa agravante a la hora de juzgar asesinatos—parece haber cundido, lamentablemente, entre estos delincuentes. Otro caso reciente es el de Rosa Cabezas, cuyo cuerpo destrozado fue hallado en un alojamiento de Cochabamba. Suman 35 las mujeres muertas en manos de sus parejas o exparejas desde el 1 de enero de este año.
Sobre la base de esas cifras se puede afirmar que en Bolivia, en promedio, se produce un feminicidio cada cuatro días.
¿Cuánto significa, realmente, esa cifra para la sociedad? Los informes periódicos de la Fiscalía General del Estado y de organizaciones de la sociedad civil no parecen sensibilizar todo lo que se necesita a la ciudadanía sobre este tema, quizá, porque la noticia de estos asesinatos se ha vuelto habitual. Esto sería terrible. La toma de conciencia no puede esperar a que estos hechos toquen directamente a nuestras familias.
El impacto de crímenes tan aberrantes no se limita a la pérdida de la vida de las mujeres víctimas y al duelo de sus allegados. En muchos casos, estos crímenes dejan huérfanos traumatizados y, en todos, las familias involucradas enfrentan una experiencia atroz que deja marcas indelebles.
Sin embargo, es posible afirmar que Bolivia debe ser de los pocos países que cuenta con disposiciones legales muy específicas y bastante severas para tipificar estos delitos y para sancionar a los autores. Se trata de una legislación que, más bien, debería ayudar a que los elevados índices de violencia se reduzcan.
A principios del mes pasado, Paola Barriga, una abogada conocida por atender este tipo de casos, sostenía que la Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida libre de Violencia, la 348, tiene un decenio de vigencia y, pese a esto, solo se lograron 150 sentencias contra asesinos de mujeres.
Esa realidad permite inferir que para combatir este tipo de violencia no solo se requiere de una normativa adecuada, sino de la capacidad estatal y social de hacerla cumplir. Y esto requiere que, además de mantener siempre vigente la idea de que la violencia en contra de las mujeres es un grave problema de salud pública y una violación de los derechos humanos, se requiere de una estrategia que permita que cada quien cumpla el papel que la norma le asigna.
Habrá que comenzar, en ese sentido, por capacitar a los funcionarios públicos (policías, fiscales, jueces) encargados de aplicar las normas sobre el tema. En los ámbitos en que se procesan las denuncias de violencia se mantienen arraigados prejuicios en contra de la mujer que, incluso, provocan que las víctimas sean doblemente agredidas a la hora de presentar su denuncia.
Es urgente diseñar una estrategia integral de prevención del feminicidio y de las agresiones contra las mujeres. Para ello será muy útil tomar en cuenta que la violencia física y sexual es transversal en el tejido social, aunque su ámbito más frecuente sea el doméstico.
Estamos frente a un problema integral que requiere de acciones integrales para enfrentarlo, no únicamente de leyes.