Desde que surgieron como naciones independientes, los antiguos territorios del imperio español en América intentaron llevar adelante esfuerzos de integración que, finalmente, fracasaron estrepitosamente.
Es emblemático el caso de la Confederación Perú-Boliviana, que Andrés de Santa Cruz prohijó aunque sus críticos digan que su principal motivación fue el notorio cariño que el Mariscal de Zepita le tenía a Perú. Ese proyecto integracionista fracasó porque Chile lo vio como un peligro para sus aspiraciones geopolíticas.
Pero el mayor ejemplo de fracaso integracionista es el del enorme país que se conformó cuando terminaron las campañas de Simón Bolívar. Se llamó simplemente Colombia, pero abarcaba a lo que hoy son ese país, Ecuador, Venezuela y Panamá. En 1830, ese proyecto, al que ahora se le llama “La Gran Colombia”, se vino abajo porque los adversarios del libertador llegaron hasta el crimen para restablecer sus feudos.
Con esos antecedentes, resultó interesante el esfuerzo del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, de reunir a los líderes de países sudamericanos en una “cumbre informal” que cumplió a medias las intenciones de su anfitrión: se dejaron de lado “las innegables diferencias ideológicas” para dar lugar al pragmatismo, pero no se definió plazo alguno a la preparación de una “hoja de ruta para la integración de Suramérica”.
El encuentro de los líderes de 12 países del subcontinente —11 jefes de Estado y el presidente del Consejo de Ministros del Perú— tuvo un inicio áspero provocado por la condescendencia de Lula respecto de Maduro al calificar de “narrativas” las críticas sobre la falta de democracia o violaciones de los derechos humanos en Venezuela.
Cuatro presidentes, tres de derecha y uno de izquierda, criticaron esa actitud, pero el asunto no tuvo mayores consecuencias y se impuso el propósito unánime de apuntar a la integración de los países sudamericanos en un bloque.
Se trata de un propósito que tiene poco más de medio siglo, aunque los anteriores intentos lograron alcances menos ambiciosos. Como el de 1969, cuando cinco países crearon el Pacto Andino (hoy Comunidad Andina de Naciones y con solo cuatro naciones), o el 1991, el Mercado Común del Sur (Mercosur), conformado por cuatro miembros plenos y siete asociados.
Pero hubo más. El de Unasur, fundada en 2008 por 12 países —luego abandonada por varios socios por razones ideológicas— y, en 2019, el Prosur, cuya carta constitutiva fue firmada por nueve estados.
Ahora nuevamente son 12 los países de América del Sur que reconocen “la importancia de mantener el diálogo regular, con miras a impulsar (su) proceso de integración y proyectar la voz de la región en el mundo”, como enuncia el “Consenso de Brasilia”, la declaración final de la cumbre firmada por todos los participantes.
El alcance temático del documento es vasto y se circunscribe a los múltiples desafíos del mundo actual, desde la migración hasta el cambio climático, pasando por la transición energética, el combate al crimen organizado y otros aspectos.
Pragmática, la cumbre crea “un grupo de contacto, encabezado por los cancilleres, para evaluación de las experiencias de los mecanismos sudamericanos de integración y la elaboración de una hoja de ruta” que apunte al mismo propósito: la integración. No hay plazos para ello, pero sí la decisión de volver a reunirse “en fecha y lugar a ser determinados” con el fin de “repasar el curso de las iniciativas de cooperación sudamericana y determinar los próximos pasos a tomarse”.