Si tomamos como parámetro la edad de 18 años, que es la que habilita la ciudadanía en Bolivia, retrocederemos hasta 2005; es decir, un tiempo ya alejado de las dictaduras militares y sus consecuencias. Ese simple detalle resulta clave para entender cómo ven las nuevas generaciones al país.
Y aunque esas dictaduras ya formen parte de un pasado cada vez más remoto, no corren los mejores tiempos para la democracia. Lo venía advirtiendo el Latinobarómetro desde hace una década: los jóvenes de ayer ya preferían un sistema que les garantice seguridad física y económica a uno que les permita votar. Este dato ya rondaba el 50 por ciento en países que salieron de trogloditas dictaduras hace menos de 50 años, y se estima que es peor en países que la tienen olvidada.
La aplicación práctica de estas percepciones era una cuestión de tiempo, pero en buena parte del mundo se han instalado gobiernos populistas y personalistas, independientemente de si son de izquierda o de derecha. Se trata de gobiernos que cultivan la eficacia de su presidente, ensalzan su figura y juguetean con la separación de poderes hasta que la pisotean. Ejemplos hay de todos los colores, desde Erdogan en Turquía, pasando por López Obrador en México, hasta llegar a Maduro en Venezuela, aparentemente más populares a lo que fueron los gobiernos de Donald Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil, Meloni en Italia, la “restauración” de los Marcos en Filipinas o bien los gobiernos híbridos, como todavía se puede considerar al de Nayib Bukele, en El Salvador.
Por lo general, los sistemas presidencialistas sin suficientes controles en la Constitución facilitan el tipo de gobierno autoritario, donde el poder casi infinito del presidente permite tomar decisiones de alto calado sin debatir en los Parlamentos, pero apelando a la supuesta voluntad de un pueblo secuestrado por los poderes económicos en su forma mediática.
Bolivia fue un ejemplo práctico de esta evolución. El sistema parlamentario se agotó rápidamente en los 90 cuando el tercero fue presidente, como se suele descalificar a Jaime Paz Zamora y su gobierno del triple empate, o cuando se permitía aplicar programas políticos apoyados por apenas un 30 por ciento de la población con consecuencias para el resto. La caída de Gonzalo Sánchez de Lozada y el deterioro posterior culminó en una nueva Constitución presidencialista que, unida a la articulación del poder popular sobre el Movimiento Al Socialismo, le dio poderes absolutos a la figura de Evo Morales con consecuencias para todo el sistema democrático, como se evidenció en el pasado reciente.
Diferentes organizaciones y colectivos activistas vienen advirtiendo de los riesgos que entraña desarticular la participación ciudadana y renegar del sistema democrático, dejando todo el poder para el Ejecutivo de turno. Sin instituciones que controlen el poder, la consolidación de dictaduras de facto que no dan explicaciones y que impulsan leyes a su medida se multiplican.
La hegemonía facilita la prebenda y la corrupción y por eso es importante que el pueblo sostenga los mecanismos de control a los gobiernos, que se exijan responsabilidades en el plano penal, pero también en lo político; que la impunidad no sea la regla, que nadie pueda hacer como que no pasaron las cosas. Sí, se ha perdido tejido asociativo, pero también se ha ganado capacidad de incidencia en redes y con medios más accesibles. La política debe ser revalorizada, no los políticos que la corrompen.
Para que los jóvenes no juzguen su entorno desde una perspectiva equivocada, es urgente tomar conciencia de esta nueva realidad y replantear los enfoques”. (R)