Todo el operativo de búsqueda que se ha desatado en el país ya tiene visos de ridículo porque es más que evidente que el narcotraficante Sebastián Marset ha dejado el país. Él mismo difundió un video haciéndoselo saber a todo el mundo.
Y, desde luego, como estamos hablando de una fuga protagonizada por uno de los hombres más buscados por los organismos de seguridad de varios países, y hay de por medio advertencias que se hizo de su presencia, el más perjudicado por este hecho es el ministro del área, Eduardo del Castillo.
Pero los efectos de la fuga de Marset no se limitarán al ámbito político porque otro hecho que ha dejado en evidencia es el mal manejo de los sistemas de registros en Bolivia.
La vulnerabilidad de entidades estatales cruciales en lo referente a los registros de personas y emisión de documentos de identidad y las deficiencias policiales son más evidentes que jamás como resultado de la fuga de Marset y su familia.
El despliegue sin precedentes que efectúan la Policía Boliviana y el Ministerio Público con el fin de hallar al fugitivo buscado por la justicia de cuatro países y dos organizaciones policiales internacionales está desvelando la magnitud de las actividades de narcotráfico que perpetró Marset en Bolivia, al menos en los últimos 10 meses.
Pero no solo eso, pues el uruguayo —que además es objeto de órdenes de captura de Europol e Interpol— logró establecerse en Bolivia con documentos de identidad oficiales, apropiarse de un equipo cruceño de segunda división, jugar partidos, manejar grandes cantidades de dinero y llevar una vida tranquila, junto con 13 familiares, sin levantar la menor sospecha.
Hasta que Paraguay alertó de su presencia en Bolivia a las autoridades nacionales, el 16 de junio, según el ministro de Gobierno, en febrero de acuerdo con altos funcionarios paraguayos.
Como fuere, la Policía Boliviana comenzó a buscarlo hace por más de un mes, según el viceministro de Defensa Social y Sustancias Controladas. Incluso reportó que lo encontró, o creyó encontrarlo, pero no logró capturarlo porque la seguridad del uruguayo fue más eficiente que los policías de inteligencia bolivianos, que los detectaron en la vecindad de la casa donde él y su familia preparaban una parrillada. Marset, su esposa e hijos desaparecieron una hora antes de que la Policía llegara al lugar.
Él tenía tres identidades, respaldadas por documentación oficial, sus familiares también. Para conseguirla, perforó la seguridad, del Servicio de Registro Cívico, dependiente del Órgano Electoral Plurinacional, y del Servicio General de Identificación Personal y de la Dirección de Migración, entidades bajo tuición del Ministerio de Gobierno.
La dimensión de sus actividades ilegales —y legales—, sus varias identidades y los cuantiosos bienes que posee —además de las armas de uso militar y abundante munición hallada en los allanamientos— no sería conocido ahora si las autoridades paraguayas no hubieran alertado a las bolivianas sobre su paradero en el país.
Que se lo encuentre o no, ahora parece secundario, comparado con lo que su búsqueda ha desvelado sobre la fragilidad de las instituciones estatales ante la corrupción.
Y lo paradójico es que una de las instituciones cuya vulnerabilidad está quedando en evidencia es el Servicio del Registro Cívico (Serecí) que, curiosamente, es el que más se ha cerrado, desde que se revelará el escándalo del hijo de Evo Morales. Lo que estamos viendo, entonces, es que el Serecí ha cerrado el libre acceso a la información pública, pues eso son sus registros, y, en cambio, los ha abierto al narcotraficante que consiguió la documentación que quiso. Tenemos derecho a sospechar de costosísimos sobornos.