El éxito de un gobierno no solo es el resultado de los aciertos del partido a cargo, sino también el de los errores de su oposición. Cuanto más débil es la oposición, más fuerte será el oficialismo y ese ha sido el caso boliviano en los últimos años.
La oposición boliviana se supone que lleva tiempo buscando alternativas para derrotar al Movimiento Al Socialismo (MAS). Ese trabajo suma ya casi 20 años y los opositores siempre se han abrazado a un mantra: en el MAS ocurrirá una implosión, o, en otras palabras, se quebrará desde dentro, pues nadie podía creer que existieran los recursos para equilibrar las apetencias de tantos colectivos y movimientos populares diferentes en el país.
El partido de Gobierno lo evitó durante muchos años gracias al aumento exponencial de ingresos, el liderazgo verticalista de Evo Morales y su séquito y también una forma distinta de hacer las cosas, pero en este último tramo de su existencia no parece estar teniendo suerte pues el mismo Morales no se ha tomado a bien su propio relevo.
Buena parte de la oposición está convencida de que con eso será suficiente para que las opciones alternativas clásicas, que se vinieron presentando a las elecciones —las socialdemocracias de Doria Medina o Carlos Mesa o las liberales de Tuto Quiroga, por ejemplo— lleguen al poder. Otros entienden que no y que, por ende, ahora se debe apostar por nuevas alternativas para satisfacer la demanda de descontentos con “los mismos de siempre”.
Los brillos del libertario Javier Milei, tras su triunfo en las PASO de Argentina, han obnubilado a muchos de estrategas y opacado a quien era el tótem latinoamericano hace solo unos meses: Nayib Bukele, el presidente de El Salvador. Ambos son histriónicos y polémicos, y han sabido conectar con lo popular para crecer electoralmente, aunque tienen matices claramente divergentes.
Milei es básicamente un ultraliberal — anarcolibertario, entre otras definiciones que se ensayan de él—, de esos políticos que piden reducir el Estado, los impuestos y dejar que el mercado resuelva todos los problemas con sus normas y leyes.
Bukele se define como socialista y defiende la intervención del Estado: su popularidad emana de su guerra contra las maras y la corrupción, que articula con todos los tintes populistas y sin observar derechos humanos o convenciones internacionales ante la gravedad de la situación de su país.
Ambos comparten sus críticas al funcionamiento del Estado de Derecho y a la democracia misma, lo que de algún modo les acerca a los totalitarismos.
Inspirar algún modelo para Bolivia en los planteamientos de uno u otro se hace particularmente complejo pues, en la comparación con Bukele, nuestro país no vive un problema de seguridad pública similar al de El Salvador y, por lo tanto, no se justifican escenarios similares de regulaciones punitivas, mano dura o estados de emergencia (algo de esto se quiso implementar en el gobierno de Jeanine Áñez, con los resultados conocidos).
Mientras que los planteamientos de Milei sirven en países donde los estados resuelven algún problema a los ciudadanos; no es el caso de Bolivia donde ni la salud, ni la educación, ni la seguridad, ni nada está al margen de las leyes del mercado y más bien se le pide al Estado que ayude en algo.
No sorprenda que se presente alguna propuesta del estilo de estos dos políticos, aunque difícilmente sean tan particulares o extravagantes.
¿Qué necesita Bolivia en este sentido? Nueva energía y, donde más se advierte esa necesidad es en la política. Corresponde que la generación de ideas y la confrontación pública inyecten esa energía, que ayudará al surgimiento de nuevos liderazgos.