La retención forzada de personas se ha convertido en un hecho demasiado frecuente. Son varias las veces en que una alta autoridad concurrió a un lugar de conflicto, con el propósito de dialogar, y quienes ejecutaban medidas de presión la tomaron de rehén y no la liberaron sino hasta conseguir que acceda a las demandas de los movilizados.
Se trata de una práctica que incluso llegó a tener consecuencias fatales. Recordemos que, en agosto de 2016, el entonces viceministro de Régimen Interior, Rodolfo Illanes, fue retenido por cooperativistas que bloqueaban la ruta; luego, torturaron y, finalmente, lo mataron.
Dos casos en la semana que termina tienen entre sus víctimas a autoridades estatales y llaman la atención por la facilidad con la que bolivianos de a pie, sin intenciones dolosas, vulneran los derechos de sus conciudadanos.
El hecho de que esos actos —motivados por intereses colectivos, lo que no impide que puedan ser considerados como delitos— hayan sido dirigidos de manera específica contra altos funcionarios del Gobierno y representantes departamentales electos amerita algunas reflexiones acerca del desgaste de la capacidad de diálogo y la exacerbación de la desconfianza ciudadana respecto de las instancias estatales.
El primero ocurrió el lunes pasado en Guayaramerín, Beni, donde pobladores de esa ciudad fronteriza con Brasil retuvieron varias horas a un ministro y dos viceministros que estaban reunidos con representantes cívicos locales para tratar el tema de un puente cuya demora en su construcción es atribuida al Gobierno boliviano.
“Estamos secuestrados por la gente”, declaró aquel día el Viceministro de Transportes a los periodistas, retenidos en el mismo lugar. Advertía que “retener a las personas contra su voluntad es un delito”.
Una situación similar se produjo el jueves, en la Gobernación y en la Asamblea Legislativa Departamental de Cochabamba, cuyas instalaciones fueron sitiadas por comunarios de Cotapachi que impidieron durante más de nueve horas el ingreso o la salida de personas.
Ellos reclamaban una respuesta a su demanda de asfaltado de una vía que pasa por el lugar donde viven y genera nubes de polvo al ser utilizada por los vehículos como alternativa de circulación cuando otras avenidas están bloqueadas.
En ambos casos, las medidas de presión de quienes demandaban la satisfacción de sus reclamos afectaron a ciudadanos ajenos al problema y que se encontraban en los recintos intervenidos por razones de trabajo, como los periodistas, o debido a la necesidad de realizar trámites.
Las medidas de presión no tuvieron mayores consecuencias y terminaron de manera pacífica —como otras similares anteriores cuya lista sería imposible de enumerar— sin mayor consideración a los perjuicios sufridos por quienes estuvieron retenidos contra su voluntad. Y quienes ocuparon los recintos bloqueando sus accesos volvieron a sus casas sin más trámite ni cuestionamiento.
Esa “normalidad” con la que se viven en el país este tipo de intervenciones colectivas, que coartan derechos ciudadanos como la libre circulación o la libertad personal, es un síntoma inequívoco de la precaria vigencia del imperio de la ley y de la incapacidad de las instancias estatales para dialogar de manera satisfactoria con la población.
También es un preocupante síntoma de que la violencia se ha instalado en el imaginario colectivo que, debido a ello, no entiende otra forma de negociar que no sea a través de las presiones, las medidas de hecho y, eventualmente, la comisión de delitos. Es una muy mala práctica que va camino a convertirse en costumbre.