Hemos llegado a fin de año y la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP), rebajada a las pugnas internas del MAS, no solamente que no ha contribuido a resolver el álgido problema de la justicia nacional convocando a las postergadas elecciones, sino que tampoco ha hecho nada por el avance de la letra muerta de las autonomías en el país.
Resulta que, en los últimos tiempos, principalmente, la tarea de los políticos que ocupan curules en el Congreso se ha reducido a las disputas dentro del partido de Gobierno, a las que se sumaron las conocidas fisuras en las dos bancadas de oposición: Comunidad Ciudadana y Creemos. En eso han gastado sus energías los integrantes de la ALP, que, como se sabe, producto de la división en el MAS, ahora tiene directivas diferenciadas —y distanciadas— en las cámaras de Diputados y de Senadores. Pero, particularmente, aquellas energías se han volcado en las recientes semanas al tema del mandato de las actuales autoridades de los máximos tribunales de justicia del país, dejando de lado la misión encomendada por la Constitución Política del Estado (CPE) a los “padres de la patria” de viabilizar las necesarias elecciones judiciales.
En este año, la legislatura debía atender mínimamente algunas de las demandas relacionadas con los asuntos de fondo y otras cuestiones estructurales de la CPE que requieren actualización o, al menos, una interpretación más ajustada. Debido a que el interés de todos, tanto de oficialistas como de opositores, estuvo centrado, básicamente, en las pugnas, no se avanzó ni en ese ni en otros temas importantes.
Hay por lo menos dos asuntos que requieren una intervención urgente, reconocida por el mismo MAS: 1) La justicia, que, más allá de la elección, necesita cambios de fondo que garanticen la independencia y la no intromisión política en las deliberaciones, algo que en absoluto es sencillo; y 2) La cuestión de la estructura autonómica.
A estas alturas, se está dando por fracasado el desarrollo autonómico en el país y los más audaces han empezado a reclamar “federalismo” como alternativa. Es posible que en el ciclo 2006 - 2008 la autonomía se convirtiera en un significante vacío que solo servía para aglutinar a los opositores. Es posible que quienes abanderaron el proyecto tenían en realidad intereses de fondo por frenar y boicotear el proceso iniciado por el MAS. Y también que, en el afán de incentivar el regionalismo propio, se escondieran pulsiones racistas y clasistas. Pero, fuera de cualquier otra consideración, no hay forma más propicia de administrar los recursos y servicios de este país que a través de una descentralización legítima, que garantice la eficiencia y la participación local en su máxima expresión.
Casi 15 años después, la autonomía no ha sido formalmente aprobada en media Bolivia, aunque se aplica, mientras que en el resto las limitaciones —también políticas e internas de los llamados a desarrollarla en los departamentos— han acabado por generar frustración. La autonomía murió unos meses después de su promulgación con la aprobación de la ley marco, que puso todos los candados posibles al manejo económico —en realidad, la única fuente de autonomía posible—, y si bien en aquel momento se podía entender las reservas, ahora es preciso abrir vías para que se alcance los objetivos de autogestión prometidos, pues de lo contrario se empezarán a resentir otros principios que hacen a la cohesión del Estado, ingresando a una deriva que puede no tener retorno, como otros países del entorno o del contexto europeo demuestran.
Se necesita retomar el debate de la forma de administración, ante el centralismo secante y la autonomía insípida; pero para ello hay que profundizarlo y conseguir que los representantes públicos se tomen en serio su primera misión: la política solo tiene sentido si mejora la vida de la gente, y para eso era la autonomía.