Una de las características de la Bolivia actual es que gran parte de la atención se concentra en la actividad política. La lucha entre oficialistas y opositores, que desde hace años se suceden una tras otra; las discrepancias entre ‘arcistas’ y ‘evistas’ y un sinfín de formas, como a diario se manifiestan las pugnas por el poder y por obtener beneficios del Estado, acaparan el interés colectivo ocasionando que muchos otros problemas, tan o más importantes que los políticos, pasen poco menos que desapercibidos.
Uno de ellos es la violencia que adquiere formas que, en realidad, tendrían que activar todos los recursos defensivos de la sociedad. Pero, lejos de esto, por su frecuencia, se están volviendo parte de la normalidad cotidiana. Se diría que nos estamos acostumbrando a convivir con las peores formas de brutalidad y eso es algo ante lo que no cabe ninguna excusa.
Desde la violencia doméstica, con su peor manifestación: cientos de casos de violaciones de las que son víctimas niñas y niños, hasta “ajusticiamientos” precedidos por torturas cuya crueldad tendría que estremecer hasta a los más insensibles espíritus, a diario se conocen informaciones que dan cuenta de los extremos de degradación humana a los que estamos llegando.
Una parte de esas aberraciones se cometen en nombre de la justicia, de ancestrales “usos y costumbres” y otros argumentos que contribuyen a darles un aspecto de legitimidad. Los linchamientos cometidos en nombre de una muy mal entendida “justicia comunitaria”, son un ejemplo. La cantidad de personas que durante los últimos tiempos han sido quemadas o enterradas vivas, ahorcadas, flageladas y sometidas a diversas torturas hasta morir, en actos de justicia por mano propia, da cuenta de la magnitud que ha alcanzado este mal.
El asesinato de personas acusadas de la comisión de delitos, a nombre de la llamada “justicia comunitaria”, va camino a convertirse en parte de la vida diaria porque ocurre con cada vez mayor frecuencia debido a que ese crimen, porque es tal, no ha sido castigado hasta ahora con la publicidad que ameritaba.
La aparición en el escenario delictivo de sicarios que ofrecen sus servicios para asesinar por encargo, lo que implica la existencia de quienes están dispuestos a contratarlos, es otra muestra del debilitamiento de los límites que en una sociedad sana hacen posible la convivencia civilizada. Y como si las muchas formas como la violencia prolifera en la vida cotidiana de la sociedad boliviana no fueran suficientes motivos de alarma, abundan los motivos para temer que tras ellas están cada vez más presentes otras actividades delictivas, como el narcotráfico, y las pugnas de intereses entre grupos, familias y hasta comunidades campesinas rivales.
Todo ello indica que ya no estamos ante un conjunto de casos aislados, sino de un fenómeno social y cultural que solo puede ser afrontado exitosamente mediante una reacción colectiva proporcional al peligro que representa.
Es preciso que la sociedad, representada por el Gobierno, dé señales claras de que el Estado de derecho no se ha perdido. Se debe mostrar a la sociedad que el sistema que tenemos funciona, que los delitos son castigados y, por tanto, no deben cometerse.
Pero la sanción no debe ser política, como ha venido sucediendo en los últimos años, sino netamente jurídica. Porque, de lo contrario, el mensaje para los potenciales criminales sería equivocado. De lo que se trata es de dejar en claro que las acciones contra la sociedad no deben cometerse porque serán castigadas, y eso no debe mezclarse con las acciones en contra de un partido político en particular.