Una cuestión de dignidad

EDITORIAL Editorial Correo del Sur 05/07/2024
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Existen muchos conceptos de dignidad, particularmente a partir del humanismo y la filosofía, pero, si se trata de política, uno se encuentra, no sin sorpresa, que la palabra está directamente vinculada con el desempeño de cargos o mandatos, es decir con el ejercicio de la política como función pública.

El Diccionario de la Lengua Española señala, casi fríamente, que “dignidad” es simplemente “cualidad de digno”, pero su cuarta acepción da una mayor idea: “cargo o empleo honorífico y de autoridad”. “Digno”, en tanto, es “merecedor de algo”, “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”…

Estos conceptos son una consecuencia de la condición honorífica que acompañaba a la función pública en el pasado, cuando muchos cargos eran desempeñados sin paga pero, pese a ello, se ejercían con honestidad y responsabilidad. Eso le dio el carácter moral y de decoro que caracterizan a la dignidad.

En el pasado, los cargos públicos no solo eran honoríficos sino que se buscaba a las personas más idóneas para desempeñarlos. Lo primero que se evaluaba eran los méritos y, cuando se encontraba a alguien a la altura de la responsabilidad, se decía que era merecedora de esta.

Por lo apuntado, dignidad y política iban de la mano. El político, en tanto autoridad o servidor público, era considerado un hombre digno y debía estar a la altura de su cargo. Si se equivocaba o cometía un error, estaba deshonrando el puesto y debía alejarse de él.

El concepto de dignidad, como condición para desempeñar un mandato, era común en prácticamente todos los pueblos de la antigüedad y sigue teniendo un gran valor para algunas sociedades. Japón, por ejemplo, es un país con una alta tasa de suicidios; allí todavía se considera que un cargo es una dignidad. El ‘suicidio honorable’, aún común en esa cultura, está vinculado incluso a prácticas religiosas como el harakiri, que no es otra cosa que el suicidio ritual motivado por el honor.

Aún hoy, convertido en una potencia económica de primer orden, Japón tiene una alta tasa de suicidios por honor. No resulta extraño leer en las noticias que cuando alguna autoridad es acusada de haber cometido algún tipo de infracción en el desempeño del cargo, esta se siente deshonrada y se quita la vida. Según esa cultura, de esta manera le está devolviendo el honor a su familia. En otros países las cosas no se llevan a esos extremos, pero una acusación de ilegalidad en el ejercicio de un cargo o, peor aún, un señalamiento de corrupción puede ser suficiente para que una autoridad presente su renuncia.

La lista de autoridades que renunciaron cuando la sociedad los señalaba es larga. En otros casos, los menos, los acusados por corrupción son destituidos como ocurrió, en su momento, con los expresidentes de Perú y España, Pedro Pablo Kuczynski y Mariano Rajoy, respectivamente. Otros países, en cambio, están en el otro extremo. En estos se puede mentir, cometer excesos e incluso ser acusado de corrupción, pero los señalados ni se dan por aludidos. Cuando se les pide que dejen sus cargos, se aferran a ellos con dientes y uñas. Son estos los que han perdido, o nunca tuvieron, la noción de la práctica honorable de la política, los que han convertido a esta actividad en una guerra de intereses personales y, en tal sentido, no toman en cuenta el interés de la colectividad.

Si los actores políticos entendieran que el ejercicio del poder no es un atributo personal, sino la delegación de un mandato conferido por la colectividad, entonces comprenderían que su ejercicio no es ilimitado y tampoco un “derecho humano”. Los cargos electivos proceden de la voluntad popular ejercida mediante el voto. Esa misma voluntad puede decir cuándo se termina un mandato.

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