Pero…¿quiénes necesitan liberalismo? (*)

Gonzalo Flores 29/07/2024
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Los estereotipos más comunes pintan a los liberales como a unos desaforados que promueven el desorden, reniegan del Estado y rechazan la religión y la moral. Nos han descrito sucesivamente como azuzadores de las plebes, sirvientes de los empresarios, aliados de los imperialismos y mensajeros de la inmoralidad. Nada de eso es cierto.

Si tuviera que resumir el liberalismo en pocas palabras, diría que los liberales queremos: democracia, paz, Estado mínimo, justicia igual para todos, estado de derecho, vigencia de todas las libertades individuales (especialmente de la libertad de poseer con seguridad), mercados libres y que nadie se meta en la vida privada de los demás.

Nunca estos elementos han estado presentes simultáneamente en nuestra historia, ejerciendo conjuntamente sus efectos benéficos sobre toda la sociedad.

Se podría pensar que el liberalismo es una idea exótica, propia de otras latitudes, que aquí no necesitamos liberalismo porque nunca nadie lo ha pedido. Quienes así piensan se equivocan. No conocen el país ni saben en qué consiste el liberalismo.

El liberalismo es una respuesta a las carencias principales del país. Puede fortalecer la democracia, reformar la justicia, sentar las bases para salir del subdesarrollo, el subempleo y los bajos ingresos mediante mercados libres, y garantizar continuamente las libertades individuales.

Los pequeños agricultores podrían ser los primeros beneficiados, porque tendrían ¡por fin! derechos plenos de propiedad sobre su tierra. Podrían alquilarla, venderla, hipotecarla, ampliarla o dividirla, o usarla como garantía para obtener préstamos bancarios.

Las comunidades indígenas -especialmente las que están en los “territorios indígenas”- a las que se les ha prohibido acceder a la propiedad privada de la tierra, por fin podrían tener tierras tituladas en forma individual. Terminarían con la “tragedia de los comunes”; podrían cultivar en sus tierras privadas o venderlas y beneficiarse de su venta.

Los gremiales, que en su inmensa mayoría venden en puestos que no son de su propiedad, sino de las alcaldías, podrían obtener títulos de propiedad sobre sus puestos de venta, lo que les evitaría ser extorsionados por los funcionarios ediles y recurrir a mecanismos subterráneos de trasferencia, y podrían usar la compra y venta simple, clara y directa de sus puestos de venta, como deberían poder hacer normalmente. Además, esos derechos de propiedad ayudarían a reunir sus dineros, que, depositados en bancos, podrían financiar la iniciación de muchos nuevos proyectos, en lugar de estar guardados en casa.

Todos los mineros podrían beneficiarse de un nuevo régimen minero, que reconozca el derecho propietario de los que hasta este momento sólo tienen títulos de acceso y uso. La propiedad privada sobre los sitios, minas y parajes mineros permitiría señalar con claridad quién tiene la responsabilidad sobre los daños ambientales y cargarle los costos de reparación y limpieza.

Las empresas privadas extranjeras se sentirían inmediatamente atraídas por un país con reglas racionales, exigibles y predecibles para la inversión externa. Derechos de propiedad claros ayudarían a generar más inversiones, a mejorar la tecnología, a ampliar el empleo formal y a reducir el impacto ambiental de la minería. No pensemos sólo en el oro. Pensemos también en el litio, otros minerales, las tierras raras y el gas.

Los subempleados, los desempleados y los que buscan trabajo por primera vez tendrían posibilidades mucho mayores de encontrar trabajos que puedan pagar lo que valen sus capacidades en el mercado, si eliminamos la regulación excesiva actual.

Los que toman servicios públicos se beneficiarían enormemente de una expansión de las inversiones privadas hacia la salud, la educación, la generación de energía, las comunicaciones y el transporte aéreo.

Todos nos beneficiaríamos de más servicios de salud, que compitan entre ellos y al hacerlo bajen los precios del servicio. Es sabido que hay seguros privados de salud que cuestan menos que el servicio público y ofrecen más coberturas y más prestaciones.

Los estudiantes –de todos los niveles y tipos- se beneficiarían del derrumbe total de la oferta única de un curriculum igual para todo el país, y de la emergencia de muchas educaciones alternativas, donde puedan escoger lo que realmente desean y necesitan. ¿No sería fantástico que en una misma ciudad pudiera haber colegios especializados, unos en lenguas, otros en matemáticas y ciencias; otros en geografía e historia; otros en artes? Los padres de familia decidirían lo que aprenderán sus hijos, en lugar de que lo hagan, como ahora, los políticos, los burócratas y los dirigentes sindicales.

En un régimen liberal, los viajeros no dependerían eternamente de la mala calidad y altos precios de la aerolínea estatal. Varias empresas ofrecerían vuelos entre las ciudades principales, y el pasajero podría escoger la que más le conviene.

Las comunicaciones mejorarían muchísimo. Si se deja operar a las empresas privadas y se cierra la pesada empresa estatal, quizá seguiríamos teniendo un Internet caro, pero sería mucho más rápido. Además, se podría implementar sin obstáculos muchas tecnologías basadas en 4G y especialmente 5G.

Los ambientalistas y protectores de los recursos naturales y la biodiversidad bendecirían un mundo liberal, donde los recursos naturales tengan un dueño que los proteja. Por fin, el bufeo, el jaguar, la majestuosa mara y el humilde liquen tendrían quien se preocupe por su crecimiento hasta que puedan ser aprovechados, sin poner en peligro sus poblaciones totales.

El gobierno estaría explícitamente impedido de gastar más dinero del que recauda y de contratar deuda caprichosamente. Se le impediría también ampliar el número de sus dependencias y empleados, y se le obligaría a reducirlos.

El sistema financiero se vería liberado de las regulaciones absurdas que le fueron impuestas. La condición esencial que deberán cumplir es tener unas reservas suficientes como para devolver a los ahorristas su dinero en el momento en que lo soliciten. Pero desaparecerían las metas impuestas abusivamente sobre la cartera de créditos, el número y proporción de ganancias, la entrega obligatoria de divisas al gobierno, las políticas laborales arbitraras y tantas otras que le impiden hacer lo que debe hacer: captar ahorros e invertirlos.

Los contribuyentes –los que pagan impuestos- se sentirían aliviados al ver que el número y variedad de impuestos se reduce, así como sus alícuotas. Cobraríamos un solo impuesto plano, pero a todo el mundo. Los aranceles desaparecerían y, por tanto, todos los consumidores de bienes de capital y bienes de consumidor finales se beneficiarían enormemente.

Bajo un estado de derecho, el poder ejecutivo administraría, el poder legislativo legislaría y fiscalizaría y se comunicaría con la sociedad civil, y el poder judicial estaría administrando justicia. Los órganos que no pertenecen estrictamente a los tres poderes serían institucionalizados y sus autoridades, elegidas por los procedimientos que manda la ley. Podríamos empezar el largo pero ineludible trabajo de reformar la Constitución y justicia y ser todos iguales ante ellas. Por fin, los partidos políticos podrían dedicarse a lo que deben: a agregar las voluntades de los ciudadanos y trasladarlas a la política, en lugar de ser suplantados por sindicatos, comités cívicos, agrupaciones, ciudadanos notables y comentaristas. No habrían, como ahora, obstáculos significativos a la emergencia de otras formas de agrupación política.

¿Por qué entonces, tanta gente teme al liberalismo? Por dos razones. La primera es la más antigua, consiste en el amor a lo colectivo, el apego al líquido amniótico que son las comunidades, los sindicatos y todas las formas colectivas que imponen entre sus miembros igualdad de pensamientos, costumbres y procederes y prohíben las iniciativas individuales. La segunda es -o son, más bien- los intereses creados de los varios grupos que se benefician del actual estado de cosas: los sindicatos, especialmente sus dirigentes; los proveedores privilegiados del Estado; los invasores de tierras; los militares y policías; los profesores y administrativos de las universidades y escuelas estatales, los burócratas de todos los aparatos del Estado y en todas las circunscripciones. Por ese motivo se comprende fácilmente que el MAS esté cada día más preocupado por la rapidez con que las ideas de la libertad están prendiendo entre los ciudadanos.

Si Bolivia no hace un cambio hacia el liberalismo, se perderá todo lo que éste puede traer. Sin duda, tendría que aprender a trabajar más, a ahorrar más, a invertir mejor y a darse estabilidad y justicia. Será difícil. Pero tendría en cambio, grandes ventajas en la forma de más justicia, menos burocracia, menos impuestos, más inversiones, más empleo, más ingresos y más bienestar.

Señalo que, sin duda, la salida de la crisis es por la puerta liberal, y lo hago, naturalmente, a título personal, como lo hacen cada vez más ciudadanos que están optando por las ideas de la libertad.

* El autor pertenece a la Plataforma Uno de Bolivia, que fomenta el debate pero no necesariamente comparte sus ideas.

 

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