La política de los (malos) políticos

EDITORIAL Editorial Correo del Sur 19/12/2024
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El 23 de noviembre de 1781 era asesinado en Lima el general Manuel Mariano Melgarejo Valencia, que llevaba solo unos meses de haber sido echado de la presidencia de Bolivia por una insurrección popular encabezada por Agustín Morales Hernández. Su muerte ponía fin a uno de los capítulos más oscuros de la historia boliviana, pletóricos de errores en lo político-administrativo y sazonados con bastante fantasía popular. 

Pero, más allá de la imaginación, Melgarejo fue uno de los presidentes que más atropelló la legislación existente en su tiempo. Según Moisés Alcázar, ese caudillo gobernó “sin más norma que su voluntad”, puesto que a él nunca le importó lo que dijeran las leyes o pensara la gente. Su odio y su sed de venganza llegó a tales extremos que, cuando se trataba de dar escarmientos a quienes consideraba sus enemigos, no solo se convertía en juez, sino también en verdugo. Eso ocurrió cuando mató, con sus propias manos, al poeta Néstor Galindo, luego de haber derrotado a los insurrectos en la Cantería de Potosí. Solo le faltó decir que los abogados arreglen sus tropelías.  

Melgarejo no fue el presidente que cometió las mayores aberraciones, puesto que Morales, que ocupó su lugar, lo superó cuando convirtió a su propia hija en amante (Revista ECOS. 15-10-24), pero es el más recordado debido al tiempo que permaneció en el poder. Se hubiera quedado hasta su muerte, si el pueblo no lo echaba antes.

Para los politólogos, Melgarejo es el epítome de los excesos y de la necesidad de renovar periódicamente los mandos del país. Si un presidente gobierna por más de dos periodos/calendario, conforme a la legislación de su país, mayor es la tentación de quedarse en el poder hasta el final de sus días, como ocurrió con Fidel Castro en Cuba y como pretende Daniel Ortega en Nicaragua.

Para Bolivia, es el caso que no ha servido ni siquiera de ejemplo de lo que no se debe hacer, puesto que, después de él, hubo otros que incluso lo hicieron peor, como Agustín Morales. ¿Aprendimos? No. Ha pasado más de un siglo y seguimos permitiendo que la presidencia sea asaltada. (Esto vale para lo ocurrido esa semana en la Cámara de Diputados cuya testera fue literalmente asaltada por legisladores ‘evistas’ que han perdido toda vergüenza).

En la política nacional, muchos han pedido la vergüenza, así como el respeto a la ética y a la moral. Hasta hace poco, por lo menos, se guardaban las apariencias; ahora se ha llegado a los niveles de abyección más insólitos, desde presidentes que aprovechan el poder para cometer delitos sexuales, con complicidad estatal, hasta los que ejercen el poder solo a través de la violencia.

Debido a su naturaleza, el Órgano Legislativo refleja la calidad de la clase política, lo cual vale no solo para la Asamblea nacional, sino también para las departamentales y para los concejos municipales. Se supone que son órganos de deliberación y debate, pero varios de los mencionados se han convertido en escenarios de enfrentamientos verbales y, en algunos casos, físicos, donde los representantes de la ciudadanía que los votó demuestran que les queda poco de honorabilidad. Hemos llegado al extremo de que las escopetas se quejan porque ya no les permiten disparar a los patos. Así retrocedemos –no avanzamos– rumbo al Bicentenario de Bolivia.

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