Masacre de Navidad

EDITORIAL Editorial Correo del Sur 20/12/2024
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Aunque se publicó en 2002, y ya habían pasado siete años de la tragedia, ni Amayapampa ni la “masacre de Navidad” forman parte del monumental Diccionario Histórico de Bolivia.

Como el caso todavía estaba pendiente de resolución judicial, es probable que el equipo dirigido por Josep Barnadas decidió que no era conveniente introducirlo en esa obra, cuyo propósito era metodizar el estudio del pasado de nuestro país.

Sin embargo, Amayapampa sí está en obras recientes, como la historia de Bolivia en seis tomos que publicó el diario La Razón entre 2014 y 2015. En la página 200 del último tomo se puede leer que “los organismos de Derechos Humanos –como la APDHB– tuvieron -que intervenir para velar por la correcta investigación…”.

¿Por qué fue necesario que una organización civil intervenga en una tarea que, en un país que se respeta a sí mismo, tendría que ser desarrollada por el Poder Judicial? Pues porque este caso, como muchos otros antes y después, se manejó al revés; es decir, con la justicia persiguiendo a las víctimas en lugar de a los victimarios.

Aunque todo comenzó el 14 de noviembre de 1996, cuando una columna de aproximadamente 130 efectivos policiales se movilizó hacia Capasirca y Chuquiuta, las fechas aciagas son las del 19, 20 y 21 de diciembre. En otras palabras, hoy recordamos 26 años del inicio de la masacre.

Recordemos cómo ocurrieron los hechos:

Todo comenzó cuando la empresa canadiense Da Capo Resources compró los yacimientos auríferos de Amayapampa, en una operación comercial que sigue siendo un misterio hasta la fecha, pues la propiedad de los yacimientos mineros estaba, como hoy, en poder del Estado boliviano. Ahí apareció una figura clave en la política de ese tiempo: Raúl Garafulic Gutiérrez, a quien posteriormente se acusó de haberse adueñado de la minera de manera supuestamente ilegal.

La compra fue rechazada por los comunarios y mineros que ocuparon las instalaciones de la empresa el 17 de diciembre. En una reacción desproporcionada, el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada envió tropas de inmediato para desocupar la mina por la fuerza. Eso fue al día siguiente, 18 de diciembre.

El 19 de diciembre, como hoy, comenzaron los primeros enfrentamientos en las inmediaciones del cerro K’ellu K’asa. En tres días de combate murieron nueve civiles, incluida una enfermera. Al tercer día se reportó la muerte del coronel de policía Eduardo Rivas, por un balazo entre ceja y ceja.

La muerte de Rivas fue la gran excusa del gobierno de Sánchez de Lozada para iniciar procesos contra dirigentes mineros por asesinato, terrorismo y otros delitos. Los acusados fueron, entre otros, Walter Romero Martínez y Mario Mancilla. Entre los acusadores se encontraban la viuda de Rivas y el entonces comandante de la Policía, Willy Arriaza. Era el mundo al revés: la Policía y el Ejército arremetieron contra los mineros, pero estos eran los procesados. Durante años, solo ellos fueron sometidos a la justicia y solo la presión social logró invertir las cosas.

De todas maneras, ni Sánchez de Lozada ni su entonces ministro del interior, Franklin Anaya, o el prefecto de Potosí, Yerko Kukoc, fueron acusados y mucho menos sancionados. Por el contrario, se los premió después, con cargos en el segundo gobierno de Goni.

¿Por qué tanta injusticia? El tomo VI antes mencionado dice que Sánchez de Lozada era copropietario del consorcio que compró Amayapampa. Ahora está en EE.UU., a salvo de la acción de la justicia boliviana y ningún gobierno se ha esforzado en extraditarlo.

El caso Amayapampa, según ratifica el tomo VI, “sigue siendo un caso que no tiene responsables”.

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