Los historiadores ya han dejado en claro que Jesucristo, el hombre que es identificado con el Mesías o Salvador que debía llegar a la tierra para salvar a la humanidad del pecado, no nació en un 25 de diciembre, ni siquiera en una fecha equivalente. Sin embargo, esa verdad no le resta ni valor ni mérito a la Navidad cuyo principal justificativo es, actualmente, la reunión familiar.
Al tener la fecha un motivo, o varios, es justo no solo reconocerla en su real dimensión sino entenderla de una vez, más allá de afanes mercantilistas o de exhibicionismo.
Muchas veces nos olvidamos que la Navidad es la conmemoración de la Natividad, del nacimiento de Dios hecho hombre, de la llegada del Mesías, y hacemos exactamente lo contrario de su significación real, histórica y también religiosa.
Por eso es que la Navidad se ha convertido en una fiesta comercial en la que el intercambio de regalos, o la expectativa de los mismos, ha sustituido la verdadera esencia de esa contemplación, del milagro, de la admiración que produjo la llegada a la Tierra, por medio de otro milagro, la virginidad de María, y que debiera seguir causando ese impacto que causó en su tiempo y que tuvo tantas y tantas repercusiones, pues no se limitó a la noticia de la llegada del Redentor sino al temor de quienes usaban y abusaban del poder para esclavizar gran parte de la humanidad; con los mismos instrumentos y las mismas características que, infelizmente, vemos hoy repetidas en el mundo.
Porque si hiciésemos una comparación histórica de lo que acontecía antes de la llegada de Jesús a la Tierra o, incluso, después; nos encontraríamos con que los paralelos son aplastantes, las similitudes contundentes.
Hay que devolver a la Navidad la admiración y el asombro del milagro; o, si se quiere, hasta la incredulidad por una hazaña realmente extraordinaria, como es el hecho de que el Padre envíe al hijo para el cumplimiento de una misión salvadora y misionera que no tiene otra recompensa que el dolor y la incomprensión que generaron esa venida; aunque después haya proliferado una conducta de servicio, de solidaridad que, desgraciadamente, también se fue perdiendo en el tiempo.
Hay quienes dicen que el positivismo fue el verdadero causante para la pérdida de la fe, porque el racionalismo sustituyó la revelación y sembró la semilla de la desconfianza, de la incredulidad, ensoberbeciendo a los que creían tener inteligencia dispuesta a retar la naturaleza y la divinidad; que nos ha llevado donde estamos: En una crisis mundial que no es solamente económica sino, particularmente, moral y ética.
Por esto es que, antes que recurrir a la imitación de tradiciones foráneas, de adoptar ídolos comerciales importados; hay que rescatar el espíritu de la Navidad, las tradiciones de siempre y, sobre todo, el milagro y agradecimiento por una presencia que vivificaba y nunca ponía a nadie en angustia, como actualmente sucede ante las estrecheces económicas para cumplir con la ofrenda de los regalos al nuevo dios del mercado.
Y la institución encargada de este rescate, de esta misión salvadora, de la desalienación; no puede ser otra que la familia, que es donde hay que empezar a cultivar de nuevo el espíritu que trajo consigo la llegada entre los hombres del Hijo de Dios; porque está visto que las autoridades comunales, departamentales o nacionales recurren más a la imitación, a la adoración del comercio, a las apariencias de cristiandad; cuando sus hechos nos muestran que sólo les interesa sacar rédito de lo poco que dan o dicen dar y por ello es que sigue la miseria material y espiritual de los gobernados.