Aunque la costumbre ha hecho que el inicio de un nuevo año llegue siempre acompañado de buenos augurios, el que se inicia mañana parece apuntar en otra dirección. Y no porque sea menor el deseo de que la felicidad y prosperidad llegue a todos, como lo dice la fórmula habitual, sino porque en Bolivia abundan los motivos para que, pese al Bicentenario, el 2025 sea un año al que se espera con más miedo que esperanza.
Los temores e inocultables ánimos pesimistas que acompañan la llegada del nuevo año tienen su razón de ser. Es que 2024 ya tiene un lugar privilegiado entre los más negros de las últimas décadas y hay motivos para temer que las peores consecuencias de cuanto ocurrió durante el año que concluye comenzarán a verse recién durante el que se inicia mañana.
Las expectativas que se pueden alentar sobre lo que puede pasar en Bolivia son más de miedo que de esperanza. En lo económico, porque a factores externos, como la crisis global, se suman causas internas que, sumadas a las primeras, amenazan con hacer del año que se inicia uno muy poco favorable para el bienestar material. Todo indica que la crisis económica, que se manifestó en el año que termina bajo la forma de filas en los surtidores y escasez de dólares, se extenderá en la nueva gestión como una triste segunda parte.
En lo político, 2025 será, sin duda, de grandes expectativas debido a que es, nuevamente, un año electoral. La confrontación entre el modelo centralista que plantea y ejecuta el MAS ya ha chocado con el empresarial de Santa Cruz, pero eso no se limita al gobierno puesto que, a tiempo de presentar bloques con pretensión de unidad, la oposición no ha tomado en cuenta a ese Departamento cuya contribución al desarrollo del país no se puede poner en duda.
Por lo apuntado, y mucho que se ha quedado en el tintero, y tiene que ver con más motivos de confrontación, el solo hecho de que sean tan encontrados sentimientos los que provoca el futuro próximo da lugar a malos augurios pues nada bueno se puede esperar de algo que causa tan distantes expectativas entre los habitantes de un mismo país.
Por todo lo anterior, aunque sin renunciar a la esperanza, lo más sensato parece ser que disminuyamos nuestras expectativas tanto como sea posible, pues esa es una de las mejores maneras de evitar las grandes frustraciones.
No podemos dejar pasar por alto el hito del Bicentenario, que concentrará las miradas del país en Sucre, donde nació Bolivia, pero sin tomar en cuenta el aporte de las otras regiones. Eso marca una clara diferencia con lo sucedido en 1925, cuando se celebró el centenario de la independencia, y se lo hizo prácticamente con todo el país, incluyendo al Beni y el territorio de colonias, puesto que entonces no existía el departamento de Pando.
Es cierto que el centro de la celebración debe ser Sucre, no solo por el dato histórico de que en esa ciudad se reunión la primera asamblea de diputados de las provincias del alto Perú, y se declaró la independencia, sino, también por su condición de capital del estado que el centralismo de La Paz suele olvidar con frecuencia.
Pero cuando son horas las que nos separan para el año del Bicentenario, es obvio que no se ha mirado más allá de la capital y eso es algo que ya han manifestado los Departamentos que, con sobrada razón, reclaman festejos más inclusivos, con un carácter nacional. Y no hablamos de grandes obras, para las que ya es demasiado tarde, sino de extender los brazos y convocar a los demás hermanos a juntarnos en un verdadero abrazo nacional para recordar los 200 años de nuestra declaratoria de independencia. Si no procedemos así, el Bicentenario podría ser otra razón para un balance negativo dentro de un año.