Apague la luz y escuche

DESDE LA TIERRA Lupe Cajías 03/01/2025
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Al tiempo que sonaban las diez campanadas nocturnas de la capilla del Montículo, los niños se arremolinaban alrededor de la radio a transistores de la casona paterna para escuchar temblando el único programa de misterio que había en el éter nacional. Cuántas emisiones se acumularían bajo la conducción del hombre que hizo del periodismo una profesión decente.

“Apague la luz y escuche” representó a una generación que creció en los años en los que todavía se necesitaban velas porque la potencia de la energía eléctrica no duraba toda la noche. Era hermoso. Oscurecía casi al mismo tiempo en que terminaba la cena; acostarse, lavarse los dientes, cepillarse el cabello y atender en comunidad la historia de algún espanto. 

Era, por muchos años, simplemente una voz. Una voz grave. Una voz profunda. Una voz inconfundible. Una voz que había empezado adolescente, pegada al micrófono de una emisora con un nombre que habría de distinguir el apego de aquel hombre a la Libertad.

En 1959 ya era el director de Radio Altiplano, otro nombre con significado profundo para su vida. Amaba la altiplanicie como paceño de cepa, nacido en el corazón urbano que marca la frontera entre Chuquiago y la urbe criolla. Fue bautizado en la capilla barroca de San Francisco, donde quizá percibió los primeros acordes de la música culta que distinguió su biografía. 

Con los años recreó las páginas de Alberto Crespo en el programa “Hola América Andina”, auspiciado por el Convenio Andrés Bello; esa América de páramos y torrentes. El continente le importó siempre, como espacio vital, como exageración geográfica, como noticia. Eran sus amigos el guitarrero Alfredo Zitarrosa o el titiritero Darío Gonzáles en su transitar por La Paz, las bailarinas chilenas, la compositora venezolana, los poetas bajo el río Grande, el son cubano.

Fundó en los inicios de la F.M. “Radio Cumbre” para regalar a la audiencia una programación que alternaba Mozart, Vivaldi, Bach, Beethoven, Villalpando, Wagner, Ginastera: sinfonías, óperas, melodías. Una radio para compartir las sensaciones placenteras; no para acumular dinero. Pasó noventa años disfrutando la buena música hasta que, cuando la tierra cubrió su féretro, también lo despidieron las melodías amadas.

La voz cobró cuerpo cuando apareció en la televisión. Su registró se unió a los bigotes de la esbelta figura: “-Sí, correcto”- para alegrar infinitamente a los concursantes de esos programas inolvidables. Los espectadores disfrutaban como ellos de cada respuesta acertada. Todos aprendían, de música, de literatura, de historia de personajes o de James Bond. Era la época dorada de la televisión nacional.

En su casa, compartía el amor por la creación y la estética con una compañera que dirigía obras de teatro y las hijas amantes de la danza y de la enseñanza. Familia agrandada con los nietos, herederos de las mismas querencias de radio, orquesta, cine, ballet, libros, muchos libros, artes plásticas.

Causó asombro cuando la voz se volvió familiar en el barrio de Sopocachi, que amaba caminar, otro gusto que heredó a la familia. Cómo decía don Flavio Machicado, para qué tomar un taxi si se puede disfrutar un paseo, observar, encontrar a los amigos, a los vecinos.

Era él. El mismo que formó periodistas en cada lugar donde trabajó, sobre todo en la mítica Radio Cristal, la radio sin estridencias. En el velorio se escuchaban las historias de la jovencita que impulsó a salir en busca de la noticia, de la locutora que aprendió con él a modular la voz, de los colegas que gozaron su amistad. Hombre sin enemigos.

Era de los periodistas que no se silencian; a la vez, de los que no aprovechan su llegada masiva para denigrar a enemigos o ganar favoritismos. Fue el pionero de los noticieros de largo aliento, desde la calle; de las entrevistas en profundidad; de la participación de todo aquel que gestaba algún hecho cultural. Atendía con la misma solemnidad al charanguista de la peña como al premio nobel peruano.

Radio Cristal era la emisora correspondiente para difundir las noticias de la BBC o de la Radio Neerland. A media jornada, los paceños ya sabían lo que sucedía en la sede de gobierno, en el país, en el mundo. Sin estridencias. No faltaban los espacios deportivos y las coberturas pioneras a las elecciones nacionales, las protestas, las sesiones parlamentarias.

La voz también se colaba en las manos para escribir con pulcritud columnas de opinión en los principales periódicos del país. Escritos que reflejan su amplio conocimiento de cultura y de historia (en la radio también ponía voz a la investigación de Luis S. Crespo sobre el día histórico). Reunidos en un libro, son una breve enseñanza de la coyuntura nacional, con el mismo timbre equilibrado y serenísimo del sonido de la voz.

Participó activamente en los gremios de la prensa, como dirigente, como miembro del Tribunal de Honor, como redactor del más certero Código de Ética de la Asociación de Periodistas de La Paz. Mereció muchas distinciones, entre ellas el Premio Nacional de Periodismo.

Esa voz se volvió susurro con las luces del amanecer del pasado 19 de diciembre en la misma ciudad donde nació. Al atardecer, volvió a sonar porque las grabaciones con la voz de Mario Castro Monterrey permanecerán en la eternidad.

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