El litio es un elemento que se encuentra en la tabla periódica, justo debajo del hidrógeno y encima del sodio. Es un metal alcalino, como el sodio y el potasio. En su forma natural, se encuentra entre minerales y salmueras y es bastante abundante en el planeta.
En Bolivia se tuvo noticia de la existencia de una gigantesca reserva de litio gracias al trabajo técnico de Geobol, el Instituto Geológico Boliviano, en cooperación de la NASA y el Servicio Geológico de Estados Unidos para acceder a imágenes satelitales en los años 1970. La UMSA también detectó abundancia de litio asociado a boro y potasio, y se encontró que hay litio en otros 15 salares del país, aunque en ninguno en las elevadas concentraciones que tiene en la desembocadura del rio Grande en el Salar de Uyuni. Un estudio detallado permitió probar reservas por un millón de toneladas en esa zona y estimar otros 20 en el resto del salar, por lo que se suele aceptar que sólo en ese salar hay 21 millones de toneladas métricas de litio, que en forma de carbonato de litio podrían representar 111 millones de toneladas. Esto viene a ser más o menos la quinta parte de las reservas mundiales.
Estos son datos conocidos pero he creído necesario recordarlos porque, con el paso del tiempo, en Bolivia se ha transformado al litio en “oro blanco”, la “energía que moverá al mundo”, el último tren al desarrollo, el recurso estratégico del futuro y muchas denominaciones similares que, al final, nos han hecho olvidar que es uno más de muchos minerales, y que su aprovechamiento requiere de inversión, trabajo y acceso a mercados. Lo hemos convertido en Quimera, ese ser de la mitología griega que ejercía una atracción fascinante pero letal para quien se le acercara.
No lo es. Se trata de un mineral más que debería ser tratado como otros. Puede aumentar el valor producido en el país, puede generar empleos, puede contribuir con exportaciones pero no nos sacará de la pobreza ni nos llevará a ningún paraíso.
Primero, porque por muy grandes que sean las reservas, son inútiles si no llegan a los mercados, y los mercados no necesitan 21 millones de toneladas sino apenas una o dos al año (el 2023 fueron 750 mil toneladas), y hay cada vez más proveedores con capacidad para satisfacer esa demanda. Segundo, porque los precios sieguen siendo muy inestables y son de hecho poco predecibles. En los años 1990 se vendía en menos de 2 mil dólares la tonelada, para los años 2000 se multiplicó por 3 y hace dos años superó los 86 mil dólares la tonelada, para caer a 10 mil el año pasado. Tercero, porque la tecnología para extraer el litio de salmueras no está bien desarrollada y resulta por ahora muy costosa, tanto en términos económicos como ambientales. Sobre todo en Bolivia por las características geológicas y meteorológicas del altiplano, y la composición química de sus salmueras. Finalmente, porque su importancia puede cambiar en cualquier momento con nuevas tecnologías de almacenamiento de electricidad, por ahora su mayor promesa.
Todo esto se ha ignorado en el país al concentrar todos los esfuerzos en el salar de Uyuni e ignorar al resto de salares, y al buscar un “socio” monopolista pero dócil, que aplique las tecnologías que nosotros queremos y produzca lo que creemos bueno para mercados que no conocemos. Y hemos ido de fracaso en fracaso, gastando centenares de millones de dólares sin haber logrado impacto alguno dentro ni fuera del país y mucho menos haber desarrollado tecnologías propias.
¿Qué hacer entonces? Pues no se me ocurre nada mejor que pensar en una política competitiva, que es lo que hacemos con otros recursos: otorgar los derechos de explotación bajo normas claras y confiables, y dejar que los mejores y más eficientes emprendedores desarrollen las tecnologías más apropiadas para extraer el litio y competir en los mercados. Las rentas, que representan la parte “natural” o preexistente de la riqueza, distribuirlas entre todos los ciudadanos, y los impuestos, recaudados en base a las utilidades que se generen luego de cubrir los costos, llevarlos al presupuesto público que permita producir bienes y servicios de común necesidad, entre los cuales estarán obviamente los que permitan supervisar el cumplimiento de las normas ambientales y sociales. Podemos incluso ser más audaces y aportar parte de lo recaudado como inversión en las empresas que están en etapas superiores de la cadena productiva. Cualquier cosa que no sea persistir en los errores del pasado y más bien aprender de nuestra larga experiencia de país minero.
Y por supuesto ignorar a quienes utilizan el litio como eje de una nueva demagogia.
* El autor es investigador de CERES