La inseguridad ciudadana sigue siendo una asignatura pendiente en el país. Los datos del Observatorio Boliviano de Seguridad Ciudadana y Lucha Contra las Drogas (Obscd), entidad desconcentrada dependiente del Ministerio de Gobierno, son elocuentes al respecto.
Ese informe, presentado la primera semana de febrero, da cuenta de que entre enero y octubre de 2024 se recibieron 66.279 denuncias por delitos de alta connotación a nivel nacional. Las cifras —que aún no son totales— toman en cuenta a la violencia familiar, la trata de personas, los avasallamientos; los delitos contra la propiedad, contra las personas, contra la libertad sexual, contra la vida, contra la libertad, y los relacionados con armas de fuego.
Para nadie es desconocido que se cometieron delitos a la vista de todos: incendios y deforestación, minería ilegal, autos chutos, corrupción policial, contrabando a mansalva, etc. No obstante, pocas, casi ninguna de esas acciones ilegales fueron sancionadas, aumentando la sensación de que en Bolivia cualquiera “le mete nomás”, puesto que no se identifica al delincuente como tal sino como un superviviente o, en el peor de los casos, un vivillo aprovechando su cuarto de hora.
Más allá de esta apreciación, el dato es sin duda relevante y sujeto de análisis desde varios puntos de vista. Por ejemplo, resulta esperanzador que en estos últimos años de declive económico en el país no se haya experimentado un incremento de la delincuencia común, ni por la vía de los robos o los atracos ni por el de la violencia urbana común. Al menos, no se ha registrado y no ha tenido impacto en la opinión pública.
Alguien podría tener el arrojo de considerar esta situación como un éxito del gobierno y, en particular, de su ministro del área, responsable de la Policía. Sin embargo, más parece tener que ver con la capacidad desarrollada por el boliviano para defenderse por sí mismo y no meterse en problemas innecesarios, ni esperar nada del Estado ni de la Policía.
Ahora, hay que tener cuidado porque esta tendencia puede cambiar si los hechos se siguen sucediendo a la velocidad que se ha notado en días recientes: ocho asesinados a sangre fría en solo dos meses, además de otros tantos en cárceles del país, dan cuenta de que no se trata de casos aislados, sino de grupos operando de forma organizada que probablemente no son nuevos, sino que se han hecho visibles porque algunas condiciones han cambiado.
El narcotráfico está anidado en el país; esto se sabe en Bolivia y en el resto del mundo. Los cambios de parámetros de consumo en Estados Unidos han cambiado las grandes rutas del tráfico y han abierto nuevas luchas de poder; el incremento de controles en las fronteras europeas y los cambios de protocolos en Brasil y Argentina, también han contribuido a que Bolivia se vuelva un escenario para el desarrollo de esa “guerra de bandas” a gran escala, que además se reproduce a escalas menores en un tiempo en el que el valor de la vida se ha relativizado.
Seguramente una mayor reacción ciudadana ante este problema obligaría a las autoridades a tomar medidas más contundentes, y convertiría el tema en un caballo de batalla electoral, pues no faltan los candidatos del “modo patrón” que gustan prometer mano dura a una sociedad tradicionalmente acaudillada. Es posible que la inmensa mayoría tampoco entienda esto como un problema de inseguridad pública, sino como otra derivada de los negocios de riesgo; aun así, es tiempo de tomar medidas inteligentes para evitar que la situación se desborde y los daños colaterales acaben por llevarnos a todos al precipicio.