El primer trimestre del año del Bicentenario está llegando a su fin y, hasta ahora, es poco lo que se ha hecho para conmemorar debidamente esa efeméride. Para los políticos, el atractivo de agosto no está en los 200 años de nuestra declaratoria de independencia, sino en las elecciones.
Las campañas preelectorales también han entrado en su parte definitoria y los datos que levantan los sondeos, ni el pulso en la calle, acaban de aclarar nada salvo el desasosiego general por un momento político incómodo. Para los que suelen inclinarse por explicaciones más emocionales, parecería que Bolivia está tomando el camino de la melancolía, que puede acabar en resignación o suicidio. Solo los más intrépidos se atreven a augurar que enfocamos un camino revolucionario o de cambio profundo.
El contexto no es ni muy nuevo, ni muy distinto al que exuda el entorno político mundial: discursos apocalípticos y críticos, a menudo cargados de testosterona, negacionismo y enormes dosis de fe que invocan cambios en modo “justiciero” pero que, pasada la euforia, no suelen conducir a ninguna parte.
Para algunos analistas el problema ha estado en el manejo de los tiempos, para otros en la selección de los temas, y esto incluye también al Movimiento Al Socialismo (MAS) y a las opciones del propio Luis Arce, que despejada la incertidumbre sobre sus aspiraciones y el arranque fallido de sus rivales –sobre todo el de Andrónico–, aparece como la opción conservadora para una creciente parte de la población que tiene negros recuerdos y escasa fe en las promesas del otro bloque.
El asunto central en el gobierno de Luis Arce ha sido el de la economía. Fiel a su doctrina liberal, el mandatario se apresuró en declarar la recuperación total tras la pandemia convencido de que dar confianza al consumidor es clave para reactivar los mercados internos. Poco después llegó la invasión de Ucrania por parte de Rusia que tensionó los mercados de la energía y los alimentos y, sobre todo, disparó las tasas de interés en el hemisferio norte con la consiguiente desaparición de los dólares en los países emergentes, pero el comodín de Áñez ya lo había gastado.
Los problemas han sido grandes para las pequeñas y medianas industrias, pues los “bicicleteos” del bloque económico del Gobierno tampoco han acabado de dar resultados. Ha habido momentos en los que realmente parecía que se iba a caer, pero la ansiedad política de Evo Morales lo mantuvo en el sitio.
2025 le está sentando bien porque el dólar va a bajar gracias a los devaneos de Trump, porque parece haber controlado la escasez de combustibles (salvo crisis puntuales) e irá a mejor tras el blanqueamiento ruso, y se está afilando otro clivaje entre la inflación y el incremento salarial de la que seguramente nadie salga beneficiado, pero sirve electoralmente.
El Estado está controlando la economía y pese a los esfuerzos, no ha descarrilado, gracias, obvio, a los esfuerzos de los ciudadanos, pero, frente a esto, las soluciones son “reducir el Estado”, “negar el incremento”, “quitar la subvención”, que se traduce en despedir a los trabajadores que tienen salarios más o menos; dejar salarios precarios al resto y disparar la inflación en el transporte y el comercio, además de todos los noes (créditos, litio, control de exportación) y la negación de todo lo sucedido en los últimos 20 años.
Proponer como fórmula infalible reducir el Estado en un Estado donde apenitas hay Estado y la gente se la bate en la calle cada día tiene pocas expectativas electorales.
El tiempo se acaba y Bolivia necesita elegir muy claramente hacia dónde quiere ir. En un panorama así, los retrasos son suicidas.