Nuestros pruritos español e indígena por el honor se despliegan estos meses en la competencia electoral. El aparato público es aquí la coronación de la vida, el lugar de la fama definitiva y la realización.
Cuidamos las memorias y fotos del abuelito ministro, la tía defensora, el bisabuelo diputado (el Mallku hablaba con orgullo de su padre saavedrista en Achacachi). Es menos chic y heroico recapitular las anécdotas del papá dentista, la abuela hilandera o la mamá auditora, salvo para que la jactancia -esta vez de la “humildad”- se meta por la ventana. Ahí se puede presumir cómo uno ha remontado su origen, contra los odiosos designios divinos.
Se cruza también nuestra idiosincrasia épica. Por ejemplo, Luis Arce no quiso ser el economista, catedrático y empleado público que revela su hoja de vida, sino un prócer socialista y antimperialista. Y no surte impostar una leyenda solo para competir con las inquietas existencias de Evo o García Linera. Si Arce se aceptaba como es -en vez de emular a quienes, por lo visto, lo intimidan-, (nos) habría evitado este hoyo en el que estamos. Moraleja: no hay por qué posar de subcomandante Marcos si eres notario, basquetbolista o gerente.
Pero casi todos aspiramos aquí a brillar en la arena pública. Alcides Arguedas fue ministro de Agricultura; Franz Tamayo, candidato presidencial y presidente de la Convención Nacional; Ivo Kuljis, candidato positivo con la dupla Manfred-Ivo y con Palenque; y el entrañable Ernesto Cavour, postulante a alcalde por Izquierda Unida. Es tan fuerte esa impronta, que Marcelo Claure sucumbe al oropel nacional, cuando podría echarse de panza y darse la vuelta solo para ver pasar colibrís. En Bolivia, parafraseamos a Sócrates: una vida anónima sin la política no merece ser vivida.
Tampoco es monopolio nuestro. En una biografía de Santander, el colombiano, se repite que las contiendas por cargos públicos eran el alfa y omega de notables, aspirantes a notables y negados de notoriedad, ya desde la Nueva Granada.
Pues bien, estos días se insiste en las diferencias ente los candidatos. Pero no pelean por sus disidencias. Al contrario, el objeto de su deseo es nítidamente idéntico: los honores públicos, nuevamente. La tradición se observa religiosamente y todos andan más preocupados de llegar al podio que de las agonías de la patria.
En vez de romper el yugo de complacer a los demás o jugar sapo con los amigos, enseñar a los nietos o leer un libro, los candidatos calman -desde el principio de los tiempos- su sed de honor en extenuantes jornadas. Con paciencia de enfermeros insomnes e impagos, sufren humores ajenos, peroratas y el vacío de sesiones inacabables.
Francamente, es mucho tributo para este hábito ancestral. Adoramos la política como el Carnaval. Cada pepino con mascarita y matasuegra es una amenaza para el otro; miren a Evo afianzando la importancia de Andrónico en cada penitencia que le inflige.
Los humanos raramente somos autores de nuestros deseos; los imitamos. No es propio solo de las masas, acusadas de no desmembrarse en racionales, originales y logrados individuos. Es más bien como sostiene el buen filósofo René Girard: “el deseo no es mimético solo en los individuos mediocres, aquellos que los existencialistas, siguiendo a Heidegger, calificaban como inauténticos, sino incluso en los que aparecen como los más auténticos a nuestros ojos: nosotros mismos”.
La mimesis causa infelicidad. El rival tiene efímeramente lo que el otro no alcanza. Y la comunidad sufre; la energía social se dilapida en pugnas inútiles por anhelos cortados con la misma tijera. En nuestro caso, ahora, por una presidencia que quién sabe cómo acabe, cuya pesca se cargará un sinfín de horas sin sentido de gente valiosa. Esa gente que ayudaría a la patria desde un lugar menos atestado y más singular y apropiado para sus destrezas, esperanzas y amores. Porque capturar el gobierno por destacar puede confundirse con volver “al seno materno, que no es un lugar propicio para desarrollarse cuando uno tiene más de cuarenta años” (Jorge Ibargüengoitia).
La tristeza no es, por sí misma, una causa de muerte clínica directa. Con otras emociones “negativas” (asociadas a la depresión), empero, una persona orgánicamente sana puede comprometer su salud física y padecer enfermedades cardiovasculares. Al parecer la depresión incrementa la liberación de hormonas asociadas al estrés, las cuales inducirían a fenómenos inflamatorios o de aterosclerosis. Es decir, la pena profunda podría afectar de tal modo, que eventualmente conduciría –indirectamente- al deceso de quien la sufre.
Acabo de terminar la última novela de Juan Gabriel Vásquez, “Los nombres de Feliza”. Ya me había pasado antes con este escritor, que ciertos episodios relatados por él, se instalaran en mi memoria (por culpa suya me viene un pavor irracional cada vez que debo aterrizar en Bogotá…). En esta ocasión, la marca indeleble tiene que ver con la existencia, o más bien con la muerte, de la protagonista: Feliza Bursztyn.
Vásquez cuenta que la idea de la obra nació luego de leer el artículo escrito por Gabriel García Márquez, publicado en El País el 20 de enero de 1982: “La escultora colombiana Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10.15 de la noche del pasado viernes 8 de enero, en un restaurante de París”.
Hija de judíos polacos huidos del nazismo, Bursztyn -que existió en la vida real- fue una artista de la chatarra. Convertía la lata en esculturas vanguardistas (la más famosa es el “Monumento a Ghandi”, ubicada en una transitada calle bogotana). Su historia es relatada por Juan Gabriel Vásquez como fruto de una investigación comparable a la de los mejores periodistas (“según mis averiguaciones, el 8 de enero de 1982 el sol salió faltando 17 minutos para las nueve de la mañana”). Eso sí, el autor no se despoja de su estilo literario austero, pero sugestivo.
Feliza Bursztyn se casó muy joven con un estadounidense con el que tuvo tres hijas a las que abandonó para emprender su primera fuga a París. Ahí vivió una temporada dedicada al arte y a la bohemia junto al vate Jorge Gaitán. Transcurría el final de la década de los cincuenta. Ella regresó a su país, donde esperaría a su compañero poeta, quien mantuvo entre tanto una relación con Alejandra Pizarnik. Feliza no volvió a ver a Gaitán, fallecido en una escala del vuelo de Air France hacia su encuentro: “Feliza se enteró más tarde de que había borrasca sobre la isla y supo también que la madrugada era oscura, que el incendio en los motores no era tan grave, que ninguno de los ciento once pasajeros había sobrevivido”.
Tiempo después, durante un viaje a Cali donde exponía sus obras, Feliza sufrió un accidente. El impacto del auto fue tan fuerte, que su amiga murió instantáneamente. Feliza salvó la vida luego de trece horas de cirugías y varios días en coma. “Todo su cuerpo era una máquina rota, una colección de daños, una chatarra”…
Mientras, la situación política en Colombia iba agravándose. El gobierno de Julio César Turbay se enfrentaba a la emergente guerrilla M-19, con la que vincularon a Feliza. En ese entonces ella, terca y libre como era, desafió los consejos previos y viajó a Cuba a realizar una exposición de sus fierros. Desde La Habana llevó correspondencia de artistas cubanos a destinatarios colombianos del ámbito, simpatizantes de los guerrilleros. El gobierno interceptó las llamadas de Bursztyn con esos artistas y una madrugada un grupo de hombres armados irrumpieron en su casa y se llevaron a la escultora a unas caballerizas acondicionadas para la tortura de los opositores.
Poco antes de que el gobierno liberal ejecutara la orden de aprehensión en su contra, Feliza consiguió un salvoconducto con la Embajada de México y logró aterrizar en París con su marido, Pablo Leyva (a quien está dedicado el libro) en 1981. Vásquez no logra descifrar si para conseguir una beca para Feliza en la capital francesa, que le permitiría tener un estudio donde trabajar, su amigo Gabriel García Márquez llamó primero a Régis Debray, que era el consejero de Francois Mitterrand para asuntos latinoamericanos, o al mismo Mitterrand, quien se convirtió en vecino de los nuevos exiliados.
Nos cuenta el autor que a Feliza la acompañaban, en el momento de su repentino fallecimiento unos meses después a sus cuarenta y ocho años, su esposo y cuatro amigos. Y que uno de ellos era el Gabo: “Feliza, sentada a mi izquierda, no había acabado de leer la carta para ordenar la cena, cuando inclinó la cabeza sobre la mesa, muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra ni una expresión de dolor, y murió en el instante.
Se murió sin saber siquiera por qué, ni qué era lo que había hecho para morirse así, ni cuáles eran las dos palabras sencillas que hubiera podido decir para no haberse muerto tan lejos de su casa”.
“El mundo nos hiere, nos persigue, nos envilece”, le habría dicho alguna vez a Feliza su compañero muerto.
Juan Gabriel Vásquez escribe que las cicatrices notorias en el cuerpo de Feliza eran un “memorando de su supervivencia inverosímil”. Supongo entonces que la causa de su muerte fueron aquellas cicatrices que quizás nadie notó.