Francisco tuvo aciertos muy importantes. Designó por primera vez a mujeres en posiciones de liderazgo en el Vaticano, tradicionalmente ocupadas por hombres, como Nathalie Becquart, subsecretaria del Sínodo de los Obispos (con derecho a voto) y Francesca Di Giovanni, subsecretaria de la Secretaría de Estado.
Así, rompió con siglos de exclusión femenina en los niveles de decisión institucionales de la Iglesia.
Creó comisiones en 2016 y 2020 para estudiar si las mujeres pueden ser ordenadas diaconisas, basándose en la Iglesia primitiva. Para sectores conservadores, esto era como abrir la puerta al sacerdocio femenino. Para sectores feministas, se trató de una acción insuficiente si no termina en una ordenación efectiva.
Modificó el derecho canónico para permitir ministras en el altar (2021). Con el documento ‘Spiritus Domini’, Francisco permitió oficialmente que las mujeres puedan ser lectoras y acólitas (ministras del altar).
Concretó la inclusión de mujeres con voto en los sínodos. Desde el Sínodo de la Sinodalidad (2023), las mujeres pueden votar en las decisiones de estos encuentros episcopales, algo impensable hace una década. Algunos obispos consideraban que el voto es prerrogativa exclusiva del clero ordenado. Para otros, fue un avance hacia la paridad en las decisiones eclesiales.
Francisco dijo que no bastaba con “dar poder a la mujer” replicando modelos masculinos, sino que se debe valorar su rol distintivo en la Iglesia. Y, aunque impulsó su participación, se negó al sacerdocio femenino, lo cual generó decepción entre muchas católicas que esperaban una verdadera igualdad sacramental.
Francisco hizo lo que pudo… o lo que se atrevió. Puso a mujeres en cargos importantes, permitió que sirvieran en el altar y hasta les dio voto en los sínodos. Todo muy bien, muy progresista, muy histórico. Pero el techo de cristal eclesial sigue ahí, bien barnizado con incienso y siglos de exclusión. Porque sí podemos leer las Escrituras en misa… pero consagrar la hostia, ni pensarlo. Eso sigue siendo cosa de hombres, como en el siglo I.
Muchos lo aplauden como un reformador valiente. Y algo de razón tienen. Pero también es cierto que reformar una institución que lleva dos mil años funcionando como El Club de Toby no se hace con tímidos retoques. Seguimos en el banquito, viendo pasar la procesión sin que nadie nos pregunte si queremos llevar el incienso… o presidir la misa. No queremos “más espacio” en la Iglesia, queremos la Iglesia también.
El próximo pontífice tal vez —solo tal vez— entienda que las mujeres no somos un apéndice pastoral ni una categoría especial para reflexionar en comisiones eternas. Somos la mitad del pueblo de Dios. Y sí, también queremos altar, púlpito y decisión. No como una concesión piadosa, sino como un derecho. Porque ya es hora, ¿no? O van a seguir necesitando dos mil años más para pensarlo.
El próximo Papa tiene una oportunidad de oro: dejar de tratarnos como “tema” y empezar a reconocernos como parte esencial del alma de la Iglesia. No pedimos favores, exigimos igualdad.
* Es periodista.