Hay muchos conceptos de dignidad, particularmente a partir del humanismo y la filosofía, pero, en relación con la política, esa palabra está directamente vinculada con el desempeño de cargos o mandatos, es decir, con el ejercicio de la función pública.
El Diccionario de la Lengua Española, en su cuarta acepción, señala: “Cargo o empleo honorífico y de autoridad”. “Digno”, en tanto, es “merecedor de algo”, “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo…”.
Estos conceptos son una consecuencia de la condición honorífica que acompañaba a la función pública en el pasado, cuando muchos cargos, pese a ser desempeñados sin paga, eran ejercidos con honestidad y responsabilidad. Eso le dio el carácter moral y de decoro que caracterizan a la dignidad.
Antes, los cargos públicos no solo eran honoríficos sino que se buscaba a las personas más idóneas para que se desempeñasen en ellos. Se evaluaban sus méritos y, cuando se encontraba a alguien a la altura de la responsabilidad, se decía que era merecedora de esta.
Así, entonces, dignidad y política iban de la mano. El político, en tanto autoridad o servidor público, estaba considerado como alguien digno y debía estar a la altura de su cargo. Si se equivocaba o cometía un error, deshonraba el puesto y debía alejarse de él.
El concepto de dignidad, como la condición para desempeñar un mandato, era común en prácticamente todos los pueblos de la antigüedad, y sigue teniendo un gran valor para algunas sociedades. Ni hablar de Japón, donde la tasa de suicidios está relacionada con este tema y con prácticas religiosas como el “harakiri” o el suicidio ritual motivado por el honor.
En otros países sus habitantes no llevan a tal extremo, pero una acusación de ilegalidad en el ejercicio de un cargo o, peor aún, un señalamiento de corrupción, puede ser suficiente para que una autoridad presente su renuncia. De lo contrario, se la destituye sin mayor prolegómeno.
En cambio, hay naciones que están en el otro extremo. Estos estos casos, se puede mentir, cometer excesos o ser acusado de corrupción y, sin embargo, los señalados no se dan por aludidos. Cuando se les pide que dejen su cargo, se aferran a él con uñas y dientes. Son estos los que han perdido —si alguna vez la tuvieron— la noción de la práctica honorable de la política, porque han convertido a esta actividad en una guerra de apetitos personales.
El país atraviesa por una crisis de credibilidad después de que un presidente, primero, y unos magistrados, después, se dieron modos para extender sus mandatos. Con actitudes como estas, la institucionalidad se convierte en una palabra hueca.
Una condición indispensable para mantener la dignidad y ser respetado por el cargo público que se ocupa circunstancialmente es el respeto a la Constitución Política del Estado. No debería olvidarlo nunca ningún funcionario, de ningún rango.