Comienza julio, el mes de nacimiento de Simón Bolívar, una figura de dimensión continental a la que hay que poner atención en un año tan importante como este para la historia nacional.
Bolívar no solo es uno de los libertadores de los antiguos virreinatos de Nueva Granada y Perú, sino que, además, fue un notable estadista, como demostraron su intervención en el Congreso de Angostura. Propuso conformar una sola “patria grande” con las naciones que se liberaron del dominio español, pero no pudo coronar su sueño. En el año del bicentenario de la independencia de Bolivia, ¿cabe la posibilidad de considerar la aplicación de su proyecto integracionista?
En principio, en tiempos de incertidumbre global, América Latina tiene la oportunidad —y la necesidad— de pensarse como un bloque con voz propia, capaz de definir su destino desde la cooperación y la autonomía.
Para Bolivia, una apuesta de este tipo podía haber sido una tabla de salvación puntual y seguramente un motor de desarrollo más vigoroso que las diatribas y debates estancados que se vienen repitiendo en los últimos cien años. Muchos expertos dicen que todos ganarían si se avanza hacia la consolidación de un espacio económico y político común, respaldado por instrumentos financieros creados y gestionados por los propios países de la región, sin interferencias interesadas.
La historia reciente demuestra que la dependencia de organismos multilaterales tradicionales suele ir acompañada de condiciones que limitan la soberanía económica. Las crisis de deuda, los programas de ajuste estructural y la imposición de modelos ajenos a las realidades nacionales han dejado cicatrices profundas en las sociedades del continente, aunque se siga recurriendo a ellos y utilizándolos como salvavidas o, incluso, como programa electoral. Por eso, construir mecanismos regionales de financiación —como bancos de desarrollo latinoamericanos o fondos de estabilización comunes— no es una utopía ideológica, sino una necesidad estratégica.
Bolivia, como país con enormes potencialidades energéticas, agroindustriales y de recursos naturales, se vería beneficiada de una integración que facilite la inversión regional, promueva cadenas de valor compartidas y reduzca la dependencia de capitales volátiles. Instrumentos como una banca regional fuerte permitirían canalizar el ahorro interno hacia proyectos productivos, infraestructuras estratégicas o transiciones energéticas, sin tener que hipotecar las decisiones de cada país.
Pero los beneficios no se limitan al ámbito económico. Una integración con base en la cooperación y la autonomía también fortalecería la posición política de América Latina en el mundo. Frente a bloques consolidados como la Unión Europea o el sudeste asiático, la región aún carece de una arquitectura común que le permita incidir colectivamente en debates globales: desde el cambio climático hasta las reglas del comercio internacional.
Es cierto que los caminos hacia la integración no están exentos de desafíos. Las asimetrías económicas, las tensiones diplomáticas y las distintas orientaciones ideológicas han frenado muchos intentos en el pasado y ahora, cuando la pelea viral parece ser consigna de los mandatarios. Sin embargo, la fragmentación no ha traído mejores resultados: solo articulando las capacidades individuales se podrá enfrentar con dignidad los desafíos del siglo XXI; debatir sobre esto no solo sería un homenaje al ideal bolivariano, sino a Bolivia en su bicentenario.