Si el prestigio es la “pública estima de alguien o de algo, fruto de su mérito”, habrá que admitir que la justicia boliviana ya no lo tiene.
Como sabe la mayoría de la población boliviana, esa pérdida de prestigio no es de ahora, cuando se ha revelado que el ex ministro de justicia César Siles intentó manipular el Órgano Judicial para lograr la destitución de una magistrada del Tribunal Supremo de Justicia. Ese hecho, devenido en escándalo, ha motivado detenciones de jueces y acciones inmediatas, quizás para demostrar que no es cierto lo que dijo Siles en un audio difundido por un portal noticioso: que la caída de la magistrada habría sido “conversado a muy alto nivel”.
Es difícil precisar cuándo comenzó el declive del prestigio de la administración de justicia en Bolivia pero una cosa es segura: aumentó en progresión geométrica en los últimos años.
Hoy en día, la palabra “justicia”, que tiene diferentes acepciones, es sinónimo de opresión; es decir, de una sensación de agobio y desasosiego grave. Se ha convertido en todo lo contrario de aquello que debería defender: la libertad individual.
Bolivia es uno de los países que es capaz de encerrar a sus ciudadanos aún sin sentencia. Es emblemático el caso, que se reveló en 2028, de Ángel Fernández Acuña, un quechuaparlante que estuvo más de 14 años en la cárcel sin sentencia ejecutoriada. Entre las muchas agravantes de este caso está el hecho de que el delito por el que fue acusado tenía una pena máxima de ocho años de reclusión.
A ese hecho hay que agregar el del caso del médico Jhiery Fernández que en 2014 fue acusado de la violación y muerte del bebé Alexander. Ese profesional estuvo detenido durante siete años, hasta que la filtración de unos audios en los que la jueza que lo condenó revelaba que el caso fue armado, y ameritó su exoneración. Recuperar su libertad fue otro calvario, debido a otro mal de la justicia boliviana: retardación.
Ahí tenemos dos ejemplos del mal manejo de la administración de justicia que tanto llanto provoca en Bolivia. Jueces, fiscales y policías parecen olvidar que detrás de cada detenido existe una familia, personas que sufren por él, y actúan con alarmante indolencia.
El drama comienza desde el momento en que se denuncia un delito, sin importar cuál sea su gravedad. Los policías, que son quienes reciben las denuncias, las registran como declaraciones y luego siguen un procedimiento burocrático que se traduce más en papeles que en acciones efectivas. No se mueven… no investigan. Las cosas llegan a tal punto que son los mismos denunciantes quienes deben investigar el crimen y, a veces, incluso a detener al o los autores. Para que un policía se movilice, hay que pagarle el costo de su transporte.
Luego están los fiscales, aquellos que, sin ser jueces, actúan como tales porque deciden quiénes serán o no serán procesados. Si imputan, hay juicio; si no lo hacen, el caso se archiva y el acusado se libra de ir a un proceso. Eso les da un enorme poder sobre las personas que son acusadas de la comisión de delitos. Es la fase en la que algunos llegan a cobrar; es decir, recibir sobornos, para cerrar un caso.
Los jueces forman parte de una estructura todavía más complicada, el Órgano Judicial, uno que, pese a los adelantos de la tecnología, no consigue superar sus trabas burocráticas y no cumple sus propios plazos. Mientras las audiencias se suspenden y los incidentes se resuelven, pasan los días y los detenidos siguen en las cárceles.
Esos son apenas algunos apuntes de los males que aquejan a la justicia boliviana. No hemos tocado su evidente politización, ni los niveles de criminalidad a los que se ha llegado en casos emblemáticos.